Nueva pastilla de colores, escrita hace más de un lustro. Antes de su lectura, se recomienda hacer lo que hay que hacer con todos los remakes (esta historia lo es de un cuento de Aldecoa titulado Los bisoñés de don Ramón): leer el original.
RUBÉN LAMERÓN, SUBSECRETARIO
Juan Lamerón estaba orgulloso de su hijo, tanto, que le molestaba que no llevara su nombre. Él lo intentó, bien lo sabe el diablo, pero la madre de la criatura, doña Teresa de Jesús López del Valle, se empeñó en que se llamara Rubén, como su jefe, y no hubo manera de bajarla del burro. El pequeño Rubén demostró pronto maneras: las primeras palabras que aprendió a decir, después de “mamá” y antes que “papá”, fueron “sí, jefe” y “póngame a los pies de su señora”. Aquello era talento innato, y no lo de la hija de los Vázquez, que tocaba el piano como lo haría Mozart (pero con ocho dedos vendados) y se las daba de gran artista.
Otros niños dicen querer ser pintores, astronautas, futbolistas, bomberos o pilotos de carreras, pero Rubén Lamerón siempre lo tuvo claro: ”Yo seré subsecretario”, decía cada vez que le preguntaban lo que quería ser de mayor. “Sí, pero… ¿de qué?”, insistían sólo para chincharle. “De lo que sea”, respondía orgulloso. En el fondo, tanto le daba ser subsecretario de Comercio y Turismo, de Relaciones con las Cortes o de la Matanza del Cerdo. Lo importante era llegar a ser subsecretario, y a fe que lo conseguiría.
Lo consiguió. Un año antes de jubilarse, pero lo consiguió. Tardó tanto en cumplir su sueño porque, cuando lo tuvo al alcance de la mano, su mente se llenó de dudas. Entre tantas posibles subsecretarías, ¿por cuál decidirse?; ¿cuál sería la de más rápido acceso?; ¿en cuál se trabajaría menos? Rubén Lamerón pasó muchas noches en vela dedicado a estas cuestiones mientras sus compañeros de Facultad (Derecho, no podía ser otra) visitaban los cines, bares y whisky-clubs de la provincia, y sufrió el disgusto de su vida cuando supo, años más tarde, que el más calavera de aquellos futuros letrados, Francisco Alegre, conocido como Paquito el Chocolatero por ser el suministrador oficial de cannabis en la Universidad, fue nombrado subsecretario de Pesca y, para más inri, por un gobierno conservador. Un golpe duro, pero insuficiente para hacer claudicar a Rubén Lamerón, que acabó haciendo carrera en el Ministerio de Cultura, primero como celoso guardián de las buenas costumbres y más tarde como mano derecha de don Jaime Arévalo, subsecretario de Cinematografía y primo segundo del insigne humorista. Al morir don Jaime, hombre de gran talento echado a perder por su afición al coñac y a los poetas surrealistas, Rubén Lamerón vio cumplido el sueño de su vida justo el día en que hizo sesenta y cuatro años. Alcanzada su meta, murió un mes después con la sensación de tener los deberes hechos. A su entierro asistieron el Secretario de Estado, a quien apenas conocía, y cuatro o cinco subordinados, entre ellos su futuro sustituto, Gregorio Linares, un tipo que creía que Pasolini era un violinista y Tarkovski un ministro de Stalin. Saliendo del cementerio, Linares le dijo al Secretario de Estado:
– ¿Nos vemos esta noche en la zarzuela, don Luis Antonio?
– Hoy no puedo, he de ir al homenaje a Juanito Navarro.
– ¿Ha muerto?
– No, aún no.
– Buen hombre, Lamerón. Sin ningún vicio.
– Sí, eso dicen. Tome ejemplo de él, Linares.
Buenas tardes,
Nos recetó usted su primera pildora, tras 8 días nos dió la segunda, a los 9 días siguientes nos administró la tercera y 8 días después la cuarta. Llevamos esperando ansiosamente mas de 10 días y aún no nos ha recetado la 5a píldora….¿acaso se trata de un supositorio?
Que sepa usted que la esperamos con muchas ganas.
Saludos tempranos…
Pues algún supositorio quizá haya, nunca se sabe. Espero que la quinta píldora, que publicaré en breve, no se lo parezca.