Anoche el Fútbol Club Barcelona conquistó la Supercopa de Europa, el duodécimo título de la era Guardiola y la enésima confirmación de que hoy por hoy el planeta fútbol viste de blaugrana. Los que vivimos épocas en las que lo habitual en el club era ganar una Liga cada diez años asistimos entre satisfechos y perplejos a la avalancha de trofeos de esta época, trofeos que han convertido al Barça en el club más laureado de España y el que más títulos europeos ha ganado. Obviamente, el Real Madrid sigue lejos en cuanto a títulos de Liga y Copa de Europa, lo mismo que el AC Milan en este último apartado, pero la transformación del Barcelona en equipo ganador, reiniciada, tras varias décadas de casi total sequía de victorias, durante la presidencia de Josep Lluís Núñez y con Johan Cruyff como director técnico, y continuada más tarde durante las etapas de Louis Van Gaal y Frank Rijkaard dirigiendo al primer equipo, ha explotado definitivamente con Guardiola como inquilino del banquillo culé.
Esos títulos se han conseguido practicando un fútbol de ataque, unánimemente elogiado incluso por los rivales, aplicando un estilo cuyo copyright pertenece a otro técnico histórico del club, Marinus Michels, y al club al que posiblemente más admiro en el fútbol mundial, el Ajax de Amsterdam. Personalmente, he de decir que un partido de fútbol en el que uno de los dos contendientes tiene el patrimonio casi exclusivo del balón tiende a aburrirme, por muy bien que juegue el equipo monopolista (e incluso si éste es mi propio equipo), y que prefiero un fútbol más directo a un juego basado en la perpetua posesión del balón, pero está claro que estoy en minoría y que los números cantan aunque, subrayo, el estilo no es bueno en sí mismo, sino porque da títulos; en fútbol el mayor espectáculo es tener el marcador a favor. Si se consigue sin dar patadas y evitando el catenaccio, mejor, pero lo realmente importante es ganar. A día de hoy, el Barça es casi imbatible, tiene al mejor futbolista del mundo, a varios jugadores de los mejores que han vestido la camiseta del club en toda su historia, y un núcleo duro en el vestuario, formado casi en exclusiva por jugadores de la cantera, que hasta ahora ha impedido la caída en la autocomplacencia y el continuo ridículo de la última temporada de Rijkaard y penúltima del impresentable Laporta en la presidencia. Ellos, los jugadores, son quienes han llevado al club (y muchos de ellos, también a la selección española) a las cotas futbolísticas más altas; los cracks, decidiendo los partidos, el resto haciendo su tarea para que los genios puedan resolver, y unos y otros trabajando sin descanso en el campo. El mérito de Guardiola ha sido y es no hacer peor al equipo y darle una solvencia defensiva que nunca había tenido en sus épocas de mayor éxito, y con ello se ha conseguido que de una vez el palmarés del club empiece a estar a la altura que debería. Reconozco que el noi de Santpedor no es santo de mi devoción, que en sus tiempos de corto me parecía un jugador de mucha calidad técnica y gran visión de juego, pero físicamente endeble y con un estilo de juego demasiado horizontal y amanerado, y que me repatea esa beatificación de la que lleva años siendo objeto. La claca de Guardiola, sus idólatras, quienes escuchan sus palabras como deberían escuchar las de los más brillantes pensadores, los voceros de TV3 y demás mediocridades del periodismo deportivo, el buenismo hipócrita que hay detrás de todos ellos, me produce una mezcla de pena y asco. Puede que al propio Pep también, quién sabe, porque le presumo inteligente. Está claro que los ídolos de un país dicen mucho sobre él, e idolatrar a un entrenador de fútbol, por muy bueno que sea o muchos títulos que gane, no dice nada bueno. Lo mismo, o más aún, vale para los madridistas incondicionales de Mourinho, a quien admiro como técnico (y también por varios rasgos de su carácter), pero que cuando pierde resulta más lamentable que divertido. Espero sinceramente que unos y otros se tomen la pastillita, se relajen y dejen de tratar el fútbol como si fuera una cuestión de importancia capital, y así quienes disfrutamos del juego sin forofismos no muramos de sobredosis de vergüenza ajena.