Otra píldora para empezar diciembre con alegría. ¿Saben que las cartas y las fotos de las ex hacen un fuego magnífico? Pruébenlo y lean.
AFLICCIÓN
Existen en el mundo personas tan ingenuas que dan por supuesto que los demás las escuchan cuando hablan. Pero el colmo de la ingenuidad lo constituyen aquellas que creen que también por teléfono sus palabras son escuchadas. Yo padecí a una de esas personas, Martina Vila.
Martina era una mujer de unos veintiocho años que sufría mucho, debido a que su talla intelectual era bastante mayor que su talla de sujetador y a otras razones de menor importancia. La conocí en un taller de literatura creativa y me enamoré de ella todo lo que un individuo como yo puede llegar a enamorarse de alguien, que no es mucho. Iniciamos una relación estúpido-platónico-cultural sin derecho a roce (el roce ya se lo buscaba uno donde podía, con poco éxito las más de las veces) que hizo que durante un largo trimestre en mi cuerpo hubiese más semen que sangre y en mi cerebro más Bécquer que Sade, para escándalo de mis amigos, mosqueo de mis amigas y cachondeo de mis detractores. Por suerte, una noche invité a Martina a compartir conmigo una cena compuesta por un revuelto de gambas y ajos tiernos, un tronco de merluza a la vasca y una mousse de chocolate blanco, regada con un albariño Pazo de Barrantes y una copa de patxaran, y ella salió tan contenta del restaurante que se consideró obligada a llevarme a su habitación y dejar que se la metiera, no por donde yo quería metérsela, eso sí, sino por donde uno suele meterla en casos similares. Después de eso, me vi sumergido en una relación de pareja culterana pero convencional, que acabó a los pocos meses porque estas historias no están hechas para durar y porque mi ego se sintió herido al comprobar que en el ranking de personas insoportables del planeta no podía aspirar más que a la medalla de plata.
Lo malo es que, cuando uno regresa a la masturbación compulsiva, surge la tentación de rescatar a la antigua pareja, y yo sucumbí a ella. Martina, todo sea dicho, no se resistió mucho, y pronto volvimos a las andadas. Pero no nos fue mejor, lo negativo seguía siendo igual de negativo, y lo bueno un poco menos bueno porque ya no era nuevo. Intentando prevenir el cansancio, estuve un par de semanas sin hablar con ella, hasta que un domingo por la noche mi madre olvidó que tenía que decir que yo no estaba en casa y tuve que pegar mi oreja izquierda al auricular del teléfono. No era el mejor momento, en diez minutos empezaban a pasar Aflicción en la tele y yo estaba haciendo los preparativos para grabarla (cinta de vídeo virgen, mando a distancia, ya saben). Siempre se me dio bien imitar voces, pero imitar la de mi madre con ella delante me pareció excesivo, así que me dediqué a contestar con monosílabos mientras explicaba por señas los pasos a seguir para grabar correctamente la película, acariciaba a mi perro y veía a través de la ventana cómo la gente huía de la lluvia. Traté de cortar el discurso de Martina un par de veces, pero ella no se detuvo y siguió con su monólogo sin que yo acertara a captar más de tres palabras seguidas hasta que preguntó:
– ¿Crees que deberíamos dejar de vernos?
Había llegado mi momento. Caixa o faixa. Como un emperador romano, podía decidir el futuro con mi dedo pulgar. Debí recrearme algo en la idea, porque Martina volvió a intervenir:
– ¿ No vas a decir nada?
– Sí – dije por fin, con mi mejor tono Harry Callahan-. Pienso que nuestra maravillosa relación es manifiestamente mejorable. Sólo eso.
Colgó. Conociéndola, no esperaba otra cosa. Ahora podría ver tranquilo la película.