Última píldora del preapocalítico año 2011. Lectura recomendada para quienes no saben cuál es la capital de Liechtenstein.
UN DÍA GLORIOSO
Yo quiero tener un millón de amigos/y así más fuerte poder cantar- ROBERTO CARLOS
Antes de cumplir los once años, Juan Pérez ya sabía algunas de esas cosas que es bueno saber lo antes posible, y que millones de seres humanos no llegan a entender jamás. Sabía, por ejemplo, que en la vida todos interpretamos un papel, y sabía también que el suyo consistía en ser el gordo empollón de la clase. No era un rol demasiado agradecido, pero como no era flaco ni llevaba gafas, al menos no le daban hostias ni era manteado a la hora del recreo. Además, lo de empollón tenía sus ventajas, porque, a cambio de soplar algunas respuestas en los exámenes, iba ampliándose el número de zoquetes que le debían favores, y eso le garantizaba, como mínimo, la titularidad en el equipo de fútbol y cigarrillos gratis durante casi todo el curso.
Juan Pérez se sabía de carrerilla todas las capitales de Europa desde antes que la profesora de Geografía intentara que todos sus alumnos supiesen que Reikjavik es la capital de Islandia y Dublín la de ese país mutilado llamado Irlanda. El empeño de la maestra fue, cómo no, inútil, por lo que, después de comprobar que sólo cinco de sus veintisiete alumnos se habían tomado la molestia de estudiar su asignatura, decidió que el método de aprendizaje más eficaz era el tradicional: la letra con sangre entra. Volvió a preguntar las capitales europeas, pero esta vez el interrogado respondía bajo la amenaza de copiarlas todas cinco veces por cada error, hasta que acertara una.
En el aula olía a sudor frío. A aquellas criaturas se les había jodido, y bien, el día. La profesora empezó su interrogatorio por los alumnos que le caían peor: Agustín Lavilla, el mejor futbolista de la clase, acumuló veinte copias antes de acertar la capital de Suecia; Isabel Martínez, la chica más guapa (a juzgar por las veces que sus compañeros trataban de tocarle el culo), falló cinco respuestas hasta acertar, gracias a un chivatazo masculino pero anónimo, la capital de Bulgaria. Finalizada la primera ronda de preguntas, aquel grupo de futuros peones, mensajeros, camareras y alcaldesas acumulaba ciento cuarenta copias. Claudio Ramírez, hijo de un veterano militante de Comisiones Obreras que ahora votaba al PSOE, dijo en voz alta que aquello no era justo y que él no iba a entregar las diez copias que le tocaba hacer. “Haz lo que quieras, yo te suspendo y listos”, le respondió la profesora. Pese al fracaso, Claudio insistió, y pronto se unió a él un murmullo cómplice que la maestra intentó, sin éxito, acallar. Había que hacer algo para evitar un motín, así que la profesora dijo:
– Os daré una oportunidad. Si uno de vosotros acierta todas las capitales que yo le pregunte os perdonaré las copias. Pero si falla las hará él.
Todos miraron a Juan Pérez, el gordo empollón, convertido ahora en tabla de salvación de aquella tropa. El chico no tenía muchas ganas de ejercer de salvador, no por miedo a fallar y comerse la mierda que todos menos él habían cagado, sino porque no se sentía en deuda con ninguno de sus compañeros. ¿Por qué habría de ayudarles? ¿Por hacerse el importante? Él ya creía serlo, no era motivo para jugarse el pellejo por esos desgraciados con quienes compartía pupitre. Sí lo fue mirarles a la cara y comprobar que, si se negaba a prestar el auxilio que todos en silencio le reclamaban, valdría más que se cambiara de colegio y, a ser posible, de barrio.
– Yo contestaré- dijo ante el alivio general.
– Si la cagas, haremos las copias entre todos- le susurró Jaime Cordones, su vecino de pupitre.
– Muy bien, Juan –casi gritó la profesora- ¿Capital de Austria?
– Viena –respondió el muchacho sin titubear.
– Muy bien. ¿Capital de Malta?
– La Valetta.
– Muy bien, Juan. Te preguntaré dos más. Si aciertas, no habrá copias. ¿Capital de Liechtenstein?
“Qué hija de puta”, pensó Juan Pérez. No fue el único.
– Vaduz.
– Muy bien. A ver si aprendéis los demás. La última. ¿Capital de Rumanía?
“Si digo Budapest, me cortan los cojones aquí mismo”.
– Bucarest.
– ¿Qué has dicho?
– Bucarest –repitió Juan Pérez ante el griterío general.
Levantó el puño y miró a la profesora con una cara de mala uva que sería su compañera inseparable durante muchos años. Mientras, sus compañeros se peleaban por abrazar al héroe. “Ahora voy a ser el jefe aquí”, murmuró entre dientes pocos segundos antes de recibir su primer beso. A veces, las princesas besan a los gordos empollones, que no por ello se convierten en príncipes.
Felicitats per aquest relat!
Com diria Arthur More: gràcies! Crec que és un bon relat, seria hipòcrita dir una altra cosa.