MALCOLM LOWRY, Bajo el volcán. Tusquets Editores. 415 páginas.
Empezaré por la conclusión: Bajo el volcán no me parece, como he leído en varias ocasiones, una de las grandes novelas del siglo XX. Al descenso a los infiernos bañados en mezcal del cónsul Geoffrey Firmin (alter ego del autor) le pierde, en mi opinión, el ser más una novela desde el alcoholismo que una obra sobre el alcoholismo. No hay distancia narrativa, los párrafos brillantes se entremezclan con frases y situaciones reiterativas que estropean el conjunto, y el tan traído simbolismo es difícil de entender si uno no ha padecido delirium tremens, como es mi caso. De hecho, la novela es como (y sin el como) una gran borrachera: a ratos fantástica, a ratos recargada y tambaleante, y al final… uno no puede evitar esa sensación de «no volveré a hacerlo».
No es buena señal que leas una novela y te parezca que le sobran páginas, o que no entiendas las motivaciones de los personajes. Ambas cosas me han sucedido leyendo Bajo el volcán. De alguna manera, no he logrado empatizar con el delirio alcohólico de Firmin-Lowry de la misma forma en que lo hago al ver a los protagonistas de películas como Días sin huella o El nudo corredizo, quizá porque en ellas el proceso autodestructivo del protagonista está narrado con… sobriedad, lo que, en mi opinión, acentúa el efecto dramático. Los mejores momentos de la novela (que, al igual que los peores, ocurren en la mente del protagonista) no son suficientes para que ésta, en su conjunto, alcance la grandeza. Tampoco ayuda que los personajes secundarios no acaben de estar bien definidos, aún siendo conscientes de que la propia historia, así como la psicología de Firmin, exijan que éstos sean episódicos: las tan esperadas cartas de Yvonne llegan a ser folletinescas, y no aportan nada nuevo sobre el personaje. Mejor retratado está Hugh, fiel reflejo de tantas y tantas personas con inquietudes en la época de entreguerras. En cambio, esa culpa que arrastra el cónsul carece del peso que debería tener en la narración. O uno, en su torpeza, no acaba de verla, o la ve tan difuminada como lo está en la caótica mente de Firmin. El problema, diría, no es que la historia sea alucinógena, sino que la narración también lo es. Siempre he mantenido que, para juzgar mejor una obra artística, es bueno conocer aspectos biográficos del autor, así como las circunstancias en que fue concebida. Sin embargo, cuando vida y obra se confunden tanto, puede ocurrir que ésta acabe ensombrecida. Para mí, Bajo el volcán es un buen ejemplo de ello.