Ahora que algunas de las noticias económicas que se leen en los diarios son incluso buenas, me gustaría que el árbol de las subastas de deuda no nos impidiera ver el bosque de estupidez en el que seguimos metidos, y de qué manera. En clave de política interior, resulta increíble que un partido que tiene (por ahora) a dos expresidentes autonómicos, símbolos del despilfarro y la corrupción, sentados en el banquillo de los acusados, un partido que es responsable de la mayor parte de ese déficit público descontrolado de las comunidades autónomas que ahora hay que atajar como sea, tenga la desfachatez de presentarse como la solución a la crisis. Más increíble aún es que los votantes españoles se hayan tragado semejante bola. Hace unos días, sin ir más lejos, hemos (lo digo porque se ha hecho con nuestro dinero) tenido que rescatar a una comunidad autónoma, la valenciana, que en otro caso no hubiera sido capaz de hacer frente a un pago de más de 120 millones de euros al Deutsche Bank. Una comunidad que no paga a la Seguridad Social, ni a las escuelas concertadas, ni a las farmacias, y que constituye el ejemplo perfecto de la pésima gestión y la sinrazón colectiva que han traído los lodos actuales. Una comunidad en quiebra, hablando claro. Gobernada desde hace casi dos décadas por el Partido Popular, como gran parte de esas comunidades que han elevado el déficit autonómico a límites insostenibles. Catalunya, gobernada actualmente (y de 1980 a 2003, cosa que parece haber olvidado todo el mundo) por un Partido Popular de sardana y barretina, también está endeudada hasta las cejas, por dos razones básicas: ese desequilibrio en la balanza fiscal que utilizan los políticos nacionalistas para tapar todo lo demás, y ese todo lo demás, que podría resumirse en que la clase dirigente catalana (políticos, gestores de centenarias instituciones culturales, gerifaltes de cajas de ahorros rescatadas también por todos nosotros) no parece diferenciarse de la española en males como la adicción a la obra faraónica inútil o la inclinación al latrocinio. Al menos, eso sí, seguimos colando la deuda a un interés que, dados los precedentes, hasta parece razonable.