Nueva píldora para empezar febrero. Indicada para pornógrafos sin estrella y lectores compulsivos de Cioran. Tómese mezclada con ginebra.
MI NOCHE DE SUERTE
En una discoteca, a un imbécil como yo pueden ocurrirle diversas desgracias. La peor de ellas, y no la menos frecuente, es acabar la noche persiguiendo a una hembra. Normalmente, las mujeres son sabias y no tardan demasiado en mandarte al carajo, pero algunas veces yerras el tiro y vas a dar con una fémina deseosa de desperdiciar los últimos años buenos de su existencia dedicándolos a la cría de un pequeño macaco que heredará todos sus defectos, así como los del suministrador de esperma. Cuando eso sucede, lo mejor es recurrir al repertorio de frases misógino-fascistoides que todo hombre de bien ha de tener siempre a mano para esta clase de ocasiones, y emprender una retirada lo más rápida y digna posible. Si uno tiene una noche poco lúcida, cosa demasiado habitual, basta con hacer un cálculo del enorme desembolso, económico y espiritual, que ha de realizar un imbécil como yo para follarse a una mujer de esa especie, y largarse al primer puticlub que uno encuentre en la zona. No siempre, sin embargo, las cosas salen así de mal.
Yo solía acompañar, sin demasiado entusiasmo, por cierto, a mi amigo Angelito a una discoteca pija frecuentada por una estudiante de Medicina a la que el muchacho se había propuesto conquistar. Algunos sábados, la cola en la puerta de la discoteca era tan grande, y el portero tan involuntariamente generoso, que Angelito y yo nos quedábamos fuera. Uno de esos sábados fue el del vigésimo quinto cumpleaños de Angelito. Expulsados del templo del hastío en noche tan señalada, fuimos a caer en un lugar de características similares, aunque algo menos pijo, lo que equivale a decir menos caro. Una vez dentro, Angelito y un servidor tomamos la temperatura del lugar y nos dirigimos a la barra, fuera del alcance de los pisotones de los bailarines. Después de diez minutos de espera, algunos codazos y un diálogo de sordos que al menos nos sirvió para verle las tetas a la camarera, conseguimos nuestros gintónics y huimos en busca de un pequeño hueco donde poder beber sin agobios. Encontramos uno justo al borde de la pista de baile, saqué un cigarrillo, miré alrededor, no vi nada que despertara mi interés y volví a mi bebida. Angelito, metro noventa y barba Che Guevara, parecía compartir mi aburrimiento. De pronto, un par de rubias se incrustaron entre Angelito y un servidor. Bailaban. Mi amigo y yo nos miramos, sorprendidos. Las rubias parecían tenerlo bastante más claro que nosotros: una me agarró por la cintura, y la otra le dijo algo al oído a Angelito, todo ello sin dejar de mover el culo.
Fuimos a la barra, pedimos unos chupitos de tequila e intentamos conversar entre el bullicio. Vista de cerca, mi secuestradora no estaba mal, a pesar de ser oxigenada. Llevaba una camisa roja con tres botones abiertos, tejanos ajustados y unas botas negras que le llegaban hasta las rodillas. Aparentaba unos treinta años, buena edad. Después del segundo chupito me invitó a seguir la fiesta en su casa. Habló con su compañera, que era más alta y parecía más joven, y al instante salimos de la discoteca.
Laura, que así se llamaba mi acompañante, tenía un Peugeot 206. Angelito se llevó a la otra rubia a su Renault 5. Creo que en aquel momento se había olvidado por completo de su estudiante de Medicina. Yo, por mi parte, lo tenía claro. Antes de arrancar, agarré a Laura, busqué su lengua y metí la mano en su camisa abierta. Respondió con entusiasmo, tal vez demasiado. Al llegar a su piso, abrió una botella de vino y me llevó directamente a su habitación. Yo la dejaba hacer, estoy más acostumbrado a que las mujeres me saquen a puntapiés de sus aposentos que a que me metan en ellos a empujones, y no quería estropear el tema. Nos desnudamos (estaba buena, oh milagro, te doy gracias, Señor, por este momento de gloria), y me puse a chuparle el coño con más entusiasmo que técnica. Sabía a Camembert, o quizá el Camembert que había tomado para cenar se me estaba repitiendo y confundía mi gusto. Lo cierto era que a Laura parecía gustarle, me pidió que se la metiera y yo, que otra cosa no seré pero sí un caballero, me puse la asquerosa gomita y obedecí su orden. Entró con alfombra roja y todo, ascetas del mundo jodeos, yo empecé a sudar mientras seguía el bombeo, bombeaba y sudaba, Laura se me puso encima y a mí se me olvidaron los amigos, la familia, mi raquítica cuenta corriente y hasta la Tercera Guerra Mundial, notaba su culo balancearse sobre la bolsa de mis cojones y aquello era puro arte, era la Ronda de Noche, era la Novena Sinfonía, era el mayor atentado contra la infelicidad que yo haya perpetrado jamás, gracias, Padre, por haberme por fin abandonado, este condón lo enmarco, por fin todos los polvos mediocres y todas las noches sin polvo han servido para algo…
“Es bonito ser Warren Beatty, aunque sea por un día”, pensé mientras volvía a ponerme la ropa.