Que la recientemente fallecida Whitney Houston poseía una voz excepcional es algo obvio. Sin embargo, para mí ella simboliza la cuesta abajo de la música pop en los años 80. Pudo cantar cualquier cosa, pero eligió (o la eligieron para) ser una diva superexitosa, y utilizar su impresionante capacidad vocal (de la que, a mi juicio, abusaba en sus interpretaciones) para hacer muchísimo dinero cantando canciones insustanciales que, más allá del resurgimiento que provocará el afán necrófilo de su compañía discográfica, no pasarán a la historia. Más allá de momentos puntuales, su éxito fuera de los EE.UU. siempre estuvo lejos del que obtuvo en su país natal. Eso sí, después de su aparición en una película tan exitosa como mala (El guardaespaldas), y del boom que supuso su banda sonora, Whitney lo tuvo todo. Y lo perdió. Quizá no supo digerir la pérdida de su trono, que el mismo negocio que la encumbró prefiriera a otras estrellas más jóvenes y aún más maleables. Sus sucesivos intentos de retorno fueron más bien patéticos, porque lo cierto es que, artísticamente, Whitney estaba acabada desde hace lustros. Siempre esperé que algún día se dejase de banalidades y cantara temas de una calidad acorde a la de su voz, que, más allá de su poderío vocal hubiera algo auténtico, pero eso nunca sucedió. Y nunca sucederá. Muchos dirán que Whitney Houston desperdició su talento en fracasos matrimoniales, alcohol y drogas, pero lo cierto es que, antes de eso, lo desperdició interpretando éxitos vacíos, canciones intrascendentes. El signo de aquellos tiempos, que todavía duran.