Nueva dosis de relatos cortos, recomendada para aquellos que disfrutan cerrándose puertas que no han de volver a abrir.
DESPEDIDA Y CIERRE
– Tiene usted razón, caballero. Lo importante no es el hambre, ni los terremotos, ni el cáncer, ni el sida, ni las guerras. Todo eso son pijadas. Lo verdaderamente importante es que a usted se le haya estropeado su puta ADSL. Pero yo no puedo ir a arreglársela, yo sólo estoy aquí para tragarme su mierda por cien mil pelas al mes. Y no puedo hacer que le envíen un técnico porque yo no soy nadie. Igual que usted. Gracias por su llamada, buenas tardes.
Después del discurso, me quité los auriculares y los estampé contra el teclado del ordenador antes de salir disparado hacia la máquina de café. Nada más encender el cigarrillo se presentó en la sala Raquel, una de las coordinadoras.
– Sabes que los que hacéis jornada partida no tenéis descanso por la tarde- me dijo con su amabilidad característica-. Antes de contestar, la miré de arriba abajo, y pensé en la de veces que sus compañeros de colegio debieron de cantarle La Ramona.
– He venido a tomar café y a fumar – contesté al fin-, porque son las únicas drogas cuyo consumo está permitido en esta pocilga. Y voy a acabar mi café y mi cigarrillo aunque traigas a los antidisturbios, ¿entendido?
– Está bien, tú sabrás lo que haces.
Yo sabía lo que hacía. Me quedaban tres días de contrato, tres días para ser el parado más feliz del mundo y dejar atrás aquella fuente inagotable de alegría. A veces, no tener nada que perder puede ser divertido. Cuando me dirigía de nuevo a mi sitio, Raquel volvió al ataque:
– Ven conmigo al despacho de Gloria, por favor.
– Si me lo pides de tan buenos modos, iré, aunque esto me huele a consejo de guerra.
Me dirigí al despacho de la jefa de jefas a paso ligero y silbando La Cabalgata de las Walkyrias. Dentro estaban Puri, a la que pronto conocerán, y Gloria. Cuarenta y tantos años, rubia teñida, separada, ningún sentido del humor.
– Siéntate, por favor- me dijo Gloria. Me senté-. Estás aquí porque he recibido varias quejas, tanto respecto a tu comportamiento en el puesto de trabajo como a tu actitud ante tus superiores.
– ¿A qué casos concretos se refieren esas quejas?
– Puri te lo explicará.
Puri. Metro cuarenta y cinco, voz apenas audible, fea como una noche de truenos. José Luis, mi profesor de Lengua Castellana en octavo de E.G.B., decía que la Naturaleza es sabia, y que por ello no suele conceder la belleza y la inteligencia a la misma persona, ni negarle una de las dos cualidades. Pero esta verdad, como todas, es relativa, y a una de sus excepciones le había correspondido el papel de fiscal en aquella pantomima. Decidí ser cruel, no hay que tener piedad de los fiscales. En cuanto Puri comenzó a enumerar mis fechorías, la miré como miraba Lee Van Cleef a Gian Maria Volonté en La muerte tenía un precio. Ella bajó la vista y perdió la poca voz que tenía mientras su cara empezó a parecerse a una bandera de la U.R.S.S., sin hoz ni martillo. Tuvo que intervenir Raquel, la fiscal-jefe. Uno a cero.
Raquel ya era otra cosa. Agresiva, tenaz… España seguiría siendo un imperio si tuviera cuatro o cinco generales como ella. Hablaba muy deprisa, así que me dediqué a cortarle el ritmo cada diez o quince segundos, que es algo que jode mucho a la gente que ha venido al mundo a dar sermones. Al final, estalló:
– ¿Lo ves, Gloria? Este tío es un maleducado, además de un imbécil, y siempre está faltándonos el respeto.
– No esperarás que respete a quien me llama imbécil, ¿verdad?
Silencio. Por fin. Buen intento, pero le perdió el exceso de ímpetu. Dos a cero. Después del segundo round, Gloria soltó un breve discurso al que no presté la más mínima atención hasta que dijo la frase que yo quería oír:
-Comprenderás que, dadas las circunstancias, tu contrato no será renovado.
– Lo comprendo perfectamente –respondí con una sonrisa, la única de la sala-. En fin, la vida sigue. Sé que me echarán de menos tanto como yo a ustedes, pero no se preocupen, si algo sobra en el mundo son imbéciles, así que no les será difícil reemplazarme.