Últimamente, cuando Europa va a votar, los gobiernos caen, víctimas de su absoluta incapacidad para adoptar medidas contundentes contra la crisis que no lleven a la proletarización de las clases medias, al desempleo y a la estrangulación de la economía. Hace un par de días el expresidente Felipe González dijo que si la alternativa es austeridad o muerte, es resultado es muerte. Por lo pronto, la aplicación de esa receta le ha costado el cargo al todavía presidente francés Nicolas Sarkozy, cosa que celebro, pues ha sido un mal presidente. Merecía perder, así, sin paliativos. Es de esperar que la victoria del socialista François Hollande contribuya a la adopción de medidas para estimular el crecimiento económico, pues sin él la crisis no hará otra cosa que perpetuarse. Pese al ascenso de opciones más rupturistas como la encabezada por Melenchon o el Frente Nacional, el voto mayoritario en Francia ha sido finalmente bastante respetuoso con un sistema podrido. No ha ocurrido lo mismo en Grecia, país completamente a la deriva en el que las opciones extremas de izquierda y derecha han conseguido fuertes ascensos electorales, tan predecibles como insólitos. La imposibilidad de que las dos fuerzas políticas que han llevado a Grecia al caos actual puedan pactar un gobierno de unidad respaldado por la mayoría del Parlamento abre un escenario incierto en un país hundido, en el que ignoro si el apoyo electoral de las fuerzas radicales servirá para airear un ambiente político fétido, o por el contrario será un nuevo escalón en el desastre griego. Por lo que respecta a Francia, la victoria de Hollande sí supone una bocanada de aire fresco para sus ciudadanos, y por extensión para los europeos descontentos, que somos mucho más que los otros y nos resistimos a creer que no haya políticas económicas, laborales y sociales alternativas frente a las totalmente erróneas que se aplican hoy.