Píldora preveraniega. Aviso: puede producir jaquecas agudas a las personas que no creen que exista una relación directa entre el mal humor y el no follar.
GRITA, PROFE, GRITA
Tocaba bronca, y de las gordas. El motivo era más bien estúpido, como es costumbre en estos casos: en nuestra última excursión habíamos acabado jugando a rugby sobre la hierba del Parc de la Ciutadella, vaciando litronas y haciéndonos fotos con el culo al aire junto al monumento a Cambó, algo inaudito e inadmisible en unos críos de séptimo de E.G.B. que tendrían que estar encerrados en la biblioteca leyendo a Neruda (no a Cela, que era un facha y un guarro). Pero se conoce que algunas de aquellas maravillas de la docencia que teníamos por profesores no había cumplido su sueño de dar clases en los Escolapios, y ahora nos tocaba a nosotros pagar ese pato. Uno a uno, fueron pasando por el aula para afearnos nuestro comportamiento mientras nosotros mirábamos al techo y pensábamos en el partido de aquella tarde o en las tetas de Sabrina.
Hasta que apareció Joan Antoni, nuestro profesor de Ciencias Sociales. Bajito, poco pelo, tupida barba negra, gafas de pasta, en la vida real payés de Hostalets de Balenyà reconvertido en maestro en el ghetto. Nunca me cayó bien, supongo que porque, pese a que su asignatura, como ya ha quedado escrito, eran las Ciencias Sociales, nos obligó a leer al infumable Novalis sólo porque a él le gustaba mucho, o quizá porque inconscientemente deseaba que odiásemos la literatura.
Joan Antoni inició su sermón en un tono más agresivo que el empleado por quienes le habían precedido, lo cual era probablemente culpa de su mujer. El hombrecillo iba soltando una estupidez tras otra, por ejemplo cuando dijo que nuestra conducta avergonzaba al profesorado y que dábamos una pésima imagen de Santa Coloma. Imagino que todos nosotros llevábamos marcado en la frente que éramos de Santaco, pues de otra manera un servidor no era capaz de entender cómo un desconocido podía saber de dónde veníamos. El volumen era, además, insoportable, incluso para un fan de Barón Rojo como yo. Al cabo de un rato que se nos hizo eterno, empezaron a oírse murmullos y rechinar de sillas sin que Joan Antoni se diera por enterado. No sólo eso, sino que empezó a dar broncas individuales. Y me tocó a mí, y mientras el sermonero decía que era vergonzoso que un niño tan prometedor como yo tuviera esas actitudes, yo pensé que tenía delante al mismísimo profesor Bacterio (el parecido era asombroso, pueden creerme) y sonreí. Joder, cómo se puso el tipo. Entonces supe que ese hombre llevaba tiempo sin cenar higo.
– ¿Le parece gracioso lo que digo, García? ¿Le parece gracioso?
La verdad, ahora que le tenía chillándome al oído y llenándome la oreja derecha de babas la cosa había dejado de tener gracia. Miré al frente y dejé de sonreír.
– ¿Y si le dejo una semana sin recreo seguirá pareciéndole gracioso?
Entonces ya no pude contenerme.
– Me da igual, pero deje de gritar de una vez.
– ¡ GRITO LO QUE ME DA LA GANA!
– ¡ QUE NO ME GRITES, ME CAGO EN DIOS!
Por fin, se hizo el silencio. Al mirar alrededor vi que tres o cuatro compañeros se habían levantado de sus sillas. Les miré. Volvieron a sentarse.
* * *
Me quedé un mes sin recreo. Eso sí, durante mi primer día de castigo, y justo a la hora del patio, el parabrisas delantero del SEAT 850 de Joan Antoni quedó destrozado de una certera pedrada, cuyo autor nunca fue descubierto.