Esta semana han fallecido dos hombres que, por razones muy diferentes, merecían mi admiración y respeto. Uno de ellos, el escritor Ray Bradbury, forma parte de mi particular santoral literario por su magistral Fahrenheit 451, y eso no es poca cosa, pues mi agradecimiento hacia aquéllos que con su música, sus películas o sus libros han alegrado mi existencia de una forma que pocas veces me ha ofrecido la vida real, es cada vez mayor. Bradbury escribió otros libros importantes, alguno de los cuales leí hace décadas, pero Fahrenheit es uno de los míos.
El otro personaje cuya muerte ha llenado los titulares de la prensa esta semana es el entrenador de fútbol Manolo Preciado. Cada vez me cuesta más encontrar personas que me merezcan un mínimo respeto en el vanidoso, despilfarrador, hipócrita y prostituido mundo del fútbol. El técnico cántabro ha sido, en los últimos años, una de las excepciones, por su honestidad, su bonhomía, su sencillez y, en definitiva, por ser un tipo auténtico en un mundo en el que éstos casi no existen.