Nueva píldora, lectura recomendada para quienes creen, siguiendo a Jim Morrison, que el odio es un sentimiento muy subestimado.
EL PERRO, EL GATO Y LA RATA
Daniel Bronstein vivía en un oscuro apartamento de Barcelona junto a un hámster que siempre se echaba a dormir entre sus libros y un perro lanudo y juguetón al que llamaba Perro a pesar de ser hembra. Su relación con el mundo exterior era casi inexistente, cosa que ni a él, que decía amar a Ennio Morricone por el mismo motivo por el que odiaba al 99,9% de la humanidad (“al oírle, me entran ganas de llorar”), ni al mundo exterior parecía molestarles demasiado.
Un día, al despertar, Bronstein se extrañó al comprobar que la vieja cazuela que servía de plato a Perro estaba prácticamente vacía, pese a que la había llenado antes de acostarse y a que el animal apenas comía de noche. “Tal vez esté deprimida, como todo el mundo”, pensó Bronstein sin darle mayor importancia al asunto. Durante el día, Perro comió más o menos lo de costumbre, pero a la mañana siguiente la cazuela estaba de nuevo vacía.
Ya entrada la madrugada, Bronstein, que estaba sentado en el suelo de su habitación fumando un cigarrillo y leyendo Sobre héroes y tumbas, oyó un ruido que parecía venir del patio de luces. Se acercó hasta allí sin encender la luz e, inmóvil, vio cómo un gato blanco se zampaba la comida de su perro, que dormía plácidamente en el sofá. Una vez acabada su cena, el gato miró alrededor y, de un salto, se coló en el hueco que daba a la escalera.
Resuelto el misterio, Bronstein salió sonriendo del patio y regresó a la lectura. Al día siguiente compró en el supermercado de la esquina tres latas de comida para gatos que su nuevo huésped devoró a lo largo de otras tantas noches sin importarle que su benefactor le observara. Sólo huía cuando se acercaba Perro, más curiosa que agresiva ante la presencia del felino.
Unas semanas después del comienzo de esta historia, Bronstein, que apenas recibía llamadas o visitas, se sobresaltó al oír el timbre de la puerta. Tras ella le esperaba su vecina de arriba, una sesentona de misa diaria con la que no había hablado más de dos o tres veces.
– ¿Sabe que últimamente entran gatos al edificio?- preguntó la anciana después de saludar.
– Algo he oído – respondió Bronstein mientras encendía un cigarrillo.
– Pues yo he oído que vienen porque usted les da de comer.
– Sólo es un gato, que yo sepa –se defendió Bronstein-. Y ni él ni yo hacemos daño a nadie. Ya sabe, hay que dar de comer al hambriento.
– No se haga el gracioso, caballero.
– No soy un caballero, y le aseguro que gracioso estoy mejor. Si me disculpa, tengo cosas que hacer. Usted quizá no, ya que tiene tiempo para hurgar en la vida de los demás, pero yo sí.
– Como quiera, pero si vuelvo a ver al gato lo echaré de aquí a patadas. Esos bichos traen enfermedades y no los soporto.
– Los gatos matan ratas, no sé si lo sabe. Y creo que es usted un bicho enfermo e insoportable, así que lárguese antes de que la eche a patadas –soltó Bronstein mientras lanzaba el humo de su cigarrillo contra la cara de la anciana.
* * *
Después de este incidente, la vida de Bronstein volvió a la normalidad. El gato blanco iba todas las noches a cenar a su patio y la vecina no volvió a molestarle. Seguramente porque aún se estará preguntando cómo su vecino el raro consiguió meterle en el buzón una rata tan enorme.