CAPTURING THE FRIEDMANS. 2003. 107´. Color.
Dirección: Andrew Jarecki; Guión: Andrew Jarecki; Director de fotografía: Adolfo Doring; Montaje: Richard Hankin; Música: Andrea Morricone; Dirección artística: Nava Lubelski; Producción: Marc Smerling y Andrew Jarecki, para HBO Documentary (EE.UU.).
Intérpretes: Arnold Friedman, Elaine Friedman, David Friedman, Jesse Friedman, John McDermott, Frances Galasso, Howard Friedman, Abbey Boklan, Peter Panaro, Joseph Onorato, Seth Friedman.
Sinopsis: Documental que narra la experiencia de los Friedman, una familia acomodada cuya vida queda rota después de que el padre, Arnold, sea acusado de posesión de pornografía infantil.
Tal y como dice la inmortal primera frase de Ana Karenina, de Tólstoi, «todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas, lo son cada una a su manera». Los Friedman, de puertas afuera, parecían una familia feliz, hasta que la policía interceptó un envío de material pornográfico protagonizado por menores dirigido al patriarca, Arnold, un respetado ex-músico y profesor de Great Neck, Nueva York, que daba clases particulares de piano e informática a muchos niños de la próspera comunidad. Registros posteriores en el domicilio de los Friedman supusieron el hallazgo de nuevo material del mismo género, y muy pronto Arnold y su hijo Jesse, de 18 años, fueron acusados de haber cometido abusos sexuales y violaciones cuyas víctimas habían sido multitud de ex-alumnos del padre. Pronto el caso se convierte en un circo mediático, Arnold y Jesse se enfrentan a la posibilidad de pasarse décadas en prisión, y la tranquila vida americana de los Friedman se hace pedazos. Mientras la parte masculina de la familia (Arnold, sus tres hijos, su hermano Howard) se une frente a las acusaciones y niega su veracidad, más allá de la posesión de pornografía infantil de Arnold, la madre, Elaine, no puede ocultar sus dudas respecto a la inocencia de su marido. Este hecho provoca una fractura que quedará documentada por las películas caseras que los Friedman grabaron en aquellos años.
Es innegable que el visionado de este documental supone una experiencia perturbadora. Por un lado, porque trata de uno de los delitos más horribles que puede cometer un ser humano, los abusos sexuales a menores, y también porque aquí no hay ficción que valga, actores que mientan con más o menos talento, ni paños calientes de ningún tipo: lo que se narra en esta película ocurrió realmente, y el film no tiene otros protagonistas que los auténticos. Todos ellos tienen voz: la familia Friedman, a través de sus declaraciones directas (si bien uno de los hijos, Seth, se negó a participar en la película), y de sus propias películas caseras, las cuales constituyen un crudo testimonio de felicidades pasadas y ruina presente; las fuerzas policiales y judiciales que actuaron durante la investigación del proceso, periodistas, los abogados de los Friedman y, por supuesto, las víctimas, así como alumnos de Arnold Friedman que negaron haber sufrido abusos, e incluso haber sospechado que otros niños los padecieran. Al final de todo ello, queda en el espectador un regusto amargo, pues ni siquiera queda clara la mayor: ¿eran ciertas las acusaciones que llevaron a Arnold y Jesse Friedman a prisión? Ésa puede ser la lección de la película, si es que tiene alguna: cuando hablamos de delitos graves, cuya mera sospecha ya provoca animadversión hacia los acusados, la presunción de inocencia salta por la ventana. La pederastia está mucho más extendida en nuestra sociedad de lo que queremos creer, día tras día se captura a miembros de redes internacionales por posesión de pornografía infantil (el único delito que Arnold Friedman cometió con total seguridad), las bandas que trafican, violan y prostituyen a menores en todo el mundo alcanzan las más altas instancias de muchos Estados, la Iglesia católica ha desembolsado miles de millones para indemnizar a las víctimas de abusos cometidos por sus sacerdotes… y esa rabia puede hacer que, a veces, necesitemos un chivo expiatorio en nuestro vano intento por erradicar lo que hay de horrible en nuestra sociedad. Digo vano, porque cada mente alberga pensamientos perversos, y la maldad es parte intrínseca de la naturaleza humana, como dijo tan acertadamente Edgar Allan Poe. Las sociedades, como sumas de individuos, son por definición incapaces de erradicar lo peor de ellas mismas, y la conclusión final es que lo único que uno puede hacer respecto a ciertas inclinaciones, a según qué abismos de la mente, es lo mismo que se hace con las enfermedades físicas: dar gracias por no padecerlas, y tratar en lo posible de protegerse a uno mismo, y a los suyos, contra quienes sí las tienen. ¿Es eso lo que hizo la sociedad con los Friedman, protegerse de ellos con los medios de que disponía? ¿O bien, a partir de unas evidencias claras de un delito, inventarse un fantasma fácil de matar (añado que aquí que la acusación se sustentó casi exclusivamente en los testimonios de las presuntas víctimas, ante la casi total ausencia de evidencias físicas que acreditaran la comisión de los delitos) para poder irse a dormir pensando que se había descabezado al monstruo? La película no despeja las dudas, y en eso, como en la yuxtaposición de imágenes y declaraciones de los protagonistas, el trabajo de Andrew Jarecki es modélico. No hay una voz en off, un narrador de la historia, sólo unos rótulos en el epílogo. Las palabras y los rostros de los protagonistas, en declaraciones realizadas directamente para la película o en imágenes de archivo, es todo lo que tenemos para emitir un juicio. El de los Friedman, sobre todo el de Jesse, queda en el aire. El de la película no puede ser otra cosa que laudatorio, en la línea de gran calidad que siempre se espera de la HBO. Repito, su visionado es cualquier cosa menos agradable, pero éticamente necesario, y artísticamente satisfactorio para los amantes del cine.