Estos últimos días estoy teniendo ocasión de recorrer mi ciudad mucho más de lo habitual, así como de visitar algunos barrios que no forman parte de mis rutinas urbanitas. La conclusión que estoy sacando es que Barcelona es, cada vez más, una ciudad triste, todavía incrédula ante lo que le espera, más resignada que enfadada (antes habrá hundimiento que transformación, si al final el dilema es ese) en la que lo que más se ve son carteles de «local disponible», «liquidación por cierre», «se vende piso», «se alquila» o similares. Estos carteles sustituyen, en muchos casos, a la ilusión de personas que un día quisieron ser sus propios jefes y vivir de su pequeño negocio, y hoy han tenido que rendirse a la evidencia: que aquí, como dijo Sabina de su ciudad, no queda sitio para nadie, que en los rostros (no me refiero a los de los turistas, que dicen que todo es muy bonito -aunque eso no les priva, en no pocos casos, de vomitar encima de tanta belleza- y practican el sano deporte de no enterarse de nada, al menos hasta que les roban, ni a los que manejan el cotarro, porque a ellos no te los cruzas por la calle) se vislumbra preocupación, inquietud, temor ante un futuro que, más que incierto, se ve directamente negro. Eso sí, uno de estos días paseé por el Turó Park y alrededores, y no vi uno solo de esos carteles que antes mencionaba, lo que significa que quienes no vivimos por allí estamos jodidos. Y, en la gran mayoría de los casos, narcotizados por las proclamas de aquellos para quienes nunca hubo, hay ni habrá crisis, ni nada que se le parezca. Los muros siguen ahí, firmes y sólidos. Quienes los alzaron pueden estar tranquilos, no los saltaremos. Somos demasiado egoístas, demasiado cobardes o demasiado idiotas, y seguiremos mirando hacia donde ellos nos digan. Y pensar que esta ciudad en tiempos fue rebelde, avanzada, un ejemplo para otras muchas… campi qui pugui.