En una de mis últimas excursiones barcelonesas me dio por visitar el Parc Güell, obra hecha por Antoni Gaudí, por encargo de una familia rica, para complacer a los turistas. O eso fue después, quién sabe. Al entrar, esperaba recepción oficial y collares hawaianos por ser el único visitante aborigen, pero nada, tuve que conformarme con impedir que los guiris me hicieran fotos o, lo que es aún peor, me pidieran que les fotografiara a ellos. Muy bonito todo, aunque la conservación del lugar es bastante mejorable, y el hecho de que los visitantes extranjeros no paguen por acceder al parque me parece simplemente obsceno. Eso sí, desde allí arriba se tienen unas vistas magníficas de una ciudad en decadencia, si pillas un día de calor el atuendo de algunas guiris alegra la vista, y los vendedores ilegales no comercian con sustancias ilegales, o tan dañinas como la Estrella en lata, sino con figuritas gaudinianas y botellines de agua mineral. Había unos cuantos músicos interesantes, incluido un chico que tocaba la guitarra flamenca con porte y estilo, pero al que nadie advirtió que recaudaría más si portara traje de luces y montera en lugar de su sobria vestimenta, y un imitador de Silvio Rodríguez al que maldije en voz bastante baja porque esa mañana estaba de buen humor. Por si alguien no tiene claro eso de la decadencia, al bajar por Larrard hacia la civilización, y ver que esa calle está íntegramente consagrada a la venta de souvenirs y a una oferta gastronómica tirando a sospechosa, todo me quedó mucho más claro. De todas formas, comprendo que a los guiris les guste Barcelona: es una ciudad muy bonita para visitar, y cada vez más perra para vivir y trabajar (los que todavía lo hacemos, se entiende) en ella.