KISS ME DEADLY. 1955. 104´. B/N.
Dirección: Robert Aldrich; Guión: A.I. Bazzarides, basado en la novela de Mickey Spillane; Dirección de fotografía: Ernest Laszlo; Montaje: Michael Luciano; Música: Frank DeVol; Decorados: Howard Bristol; Dirección artística: William Glasgow; Producción: Robert Aldrich, para Parklane Pictures-United Artists (EE.UU.).
Intérpretes: Ralph Meeker (Mike Hammer); Maxine Cooper (Velda); Albert Dekker (Dr. Soberin); Paul Stewart (Carl Evello); Wesley Addy (Teniente Murphy); Cloris Leachman (Christina Bailey); Juano Hernández (Eddie); Strother Martin (Harvey Wallace); Marion Carr (Friday); Jack Elam (Charlie Max); Nick Dennis (Nick); Gaby Rogers (Carver); Fortunio Bonanova (Carmen Trivago); Marjorie Bennett, Mort Marshall, Madi Comfort, Paul Richards, Jesslyn Fax.
Sinopsis: El detective Mike Hammer recoge en la carretera a una mujer que huye del psiquiátrico en el que la había internado una banda de peligrosos delincuentes. Finalmente, éstos les capturan después de provocar un accidente de tráfico. La mujer es asesinada y Hammer se despierta en el hospital sin recordar apenas nada de lo ocurrido. De vuelta a la ciudad, el detective intenta averiguar quién era esa mujer y por qué la perseguían.
No son pocas las veces en que de la mala literatura ha salido buen cine. Las novelas escritas por Mickey Spillane y protagonizadas por Mike Hammer podían ser malas, pero no aburridas, y tenían éxito, por lo que en cierto modo resulta lógico que un cineasta como Robert Aldrich, deseoso de poder realizar sus películas con total independencia de los grandes estudios, escogiera esta novela para su adaptación cinematográfica. Le permitía adentrarse en el cine negro, uno de sus favoritos y uno de los más en boga en la época, y las posibilidades de éxito comercial (que en Hollywood equivale a poder e independencia económica) eran muy altas. Uno de los cineastas que más influencia ejercieron sobre Aldrich, Orson Welles, dijo que el cine suele llevarse mejor con las novelas malas. Esta película lo demuestra, pues es una perla en el fango.
La clave del éxito para Aldrich consistía en llevar a Spillane y Hammer a su terreno sin que los fans de ambos lo notaran en demasía, y sobre todo en que los valores puramente cinematográficos del film estuvieran por encima de una trama enrevesada y, en muchos momentos, delirante. El personaje creado por Spillane es machista, violento, fanfarrón, narcisista y pelín fascistoide, y Robert Aldrich, como director, es casi el reverso de George Cukor: eminentemente masculino, amante de los personajes viriles y de la acción, nada pudoroso a la hora de mostrar la violencia y directo como un puñetazo en la barbilla. Ambos podían llevarse bien. En la película, Hammer nunca deja de ser él mismo, pero también recibe lo suyo; da por hecho que las mujeres que caen rendidas en sus brazos lo hacen por su irresistible atractivo, pero casi nunca es ese el motivo de su predisposición sexual respecto al héroe, quien acaba metiéndose en un embolado que no entiende (a veces, el espectador tampoco) sólo para demostrar (o demostrarse a sí mismo, para ser más exactos) que es capaz de hacer cosas más importantes que fisgonear en las camas ajenas en casos de divorcio de tres al cuarto. Punto para el señor Aldrich: su Hammer es tan cool como ha de serlo todo protagonista del cine negro, y a pesar de todo está lejos en muchos aspectos del fascista 10 que ideó Spillane. Al final, el triunfo de Hammer es más la pura supervivencia que la imposición de la fuerza bruta.
Por lo demás, la dirección, en este caso nada invisible, es soberbia: la huella de Welles puede verse en esos planos picados y contrapicados de los malvados, de los que casi nunca se muestra más que los zapatos, y en esos juegos de sombras herederos del expresionismo. Tanto las escenas de violencia como las de acción (en especial las automovilísticas) están rodadas con el punch que su director siempre tuvo, y en general los fans del cine negro (entre los que me incluyo) podemos estar satisfechos del resultado visual de la película. Como es también marca de fábrica en Aldrich, la exhibición de la violencia es más gráfica de lo habitual en la época (en esto, como en otras cosas, este infravalorado cineasta de estilo barroco y puño de hierro abrió puertas que otros como Peckinpah cruzaron años más tarde), aunque a los ojos del espectador de hoy parezca casi púdica.
Robert Aldrich creó su propia troupe, un equipo de colaboradores que le acompañó durante gran parte de su carrera. Personas como Ernest Laszlo, Frank DeVol o Michael Luciano dejaron su sello en casi todas las películas del cineasta de Rhode Island, siempre con eficacia, y no pocas veces con brillantez, como aquí ocurre con el trabajo de Laszlo. Este carácter casi tribal también se traslada muchas veces a los actores, pues no pocos de ellos intervinieron en diversas películas de Aldrich. Ralph Meeker, la estrella de El beso mortal, actuó en otros varios films del director, aunque nunca con el protagonismo absoluto que tuvo en éste. Su Hammer es el mejor del cine sin discusión, y él resulta muy convincente interpretándolo de una forma que le acerca bastante a Charlton Heston. Wesley Addy, aquí en la piel de un policía más duro de lo que aparenta, es otro de los habituales. Destacar la presencia de dos actores, el siempre interesante Paul Stewart y Fortunio Bonanova, a quienes vimos en Ciudadano Kane (Welles, otra vez), y de dos secundarios de lujo presentes en docenas de westerns, Jack Elam y Strother Martin, a quienes casi resulta raro ver en un género distinto. Y, desde luego, no puedo dejar de mencionar las simpáticas intervenciones de Nick Dennis (ba-ba-boom).
En una película protagonizada por Mike Hammer, el elenco femenino es un punto importante. En este apartado, aunque la actriz que interviene en un mayor número de escenas es Maxine Cooper, hay que mencionar sobre todo a la gran actriz Cloris Leachman, no sólo porque su personaje es el que pone en marcha la acción, sino sobre todo porque da la que quizá sea la mejor descripción que se haya hecho del personaje de Mike Hammer. El resto de actrices, a excepción de la que por una desafortunada mezcla de curiosidad y codicia abre la caja de Pandora, están más para aportar sensualidad que para otra cosa. No en vano, el sexo y la violencia son dos elementos importantes en la vida y en el arte. Lo sabía Mickey Spillane (otra cosa es su capacidad para hacer arte con ellos), y lo sabía también Robert Aldrich, productor de esta obra de referencia en el cine negro de los 50, pese a que la trama no hay quien se la trague.