CABARET. 1972. 125´. Color.
Dirección: Bob Fosse; Guión: Jay Presson Allen, basado en los relatos de Christopher Isherwood, adaptados por John Van Druten para la película Soy una cámara y por Joe Masteroff para el musical de Broadway; Dirección de fotografía: Geoffrey Unsworth; Montaje: David Bretherton; Música: Ralph Burns y John Kander; Dirección artística: Jürgen Kiebach; Diseño de producción: Rolf Zehetbauer; Producción: Cy Feuer, para Allied Pictures-ABC Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Liza Minnelli (Sally Bowles); Michael York (Brian Roberts); Joel Grey (Maestro de ceremonias); Helmut Griem (Barón Maximilian Von Heune); Fritz Wepper (Fritz Wendel); Marisa Berenson (Natalia Landauer); Elisabeth Neumann-Viertel (Fräulein Schneider); Helen Vita (Fräulein Kost); Sigrid Von Richthofen, Gerd Vespermann, Georg Hartmann, Ricky Renée, Oliver Collignon.
Sinopsis: Berlín, 1931. Brian Roberts, un joven estudiante inglés, llega a una ciudad en la que el auge del nazismo empieza a ser significativo y conoce a Sally Bowles, la cantante del Kit-Kat Club, un lugar en el que público y artistas buscan aislarse de los sinsabores cotidianos.
Antes de empezar a analizar uno de los musicales más importantes de la historia del cine he de aclarar que me llevo bastante mal con los musicales, pero me gusta Cabaret, una película cuyas virtudes superan con creces a sus defectos y en la que las canciones y números musicales forman parte de una historia interesante, lejos del habitual folletín de relleno entre baile y baile tan típico del género. Gran parte del mérito de que Cabaret sea un musical atípico cabe atribuirlo a su director, Bob Fosse, un hombre que supo dotar de modernidad a un género casi extinto cinematográficamente, que tenía un don especial para hacer un uso elegante del mal gusto y que era, a la vez, un fantástico coreógrafo.
La vida es un cabaret, canta Liza Minnelli. Ojalá lo fuera, pero ni Fosse lo cree así. Su mirada está impregnada de pesimismo, y el Kit-Kat Club (símbolo del mundo del arte y el espectáculo) no es más (ni menos, y la película subraya la importancia de este hecho) que un refugio de música y vida frente a una realidad opresora y deprimente. El director nos deja claro que, cuando la vida real es una mierda (y eso ocurre muchas veces, y desde luego ocurría en el Berlín de principios de los años 30), el arte y el entretenimiento son elementos esenciales para la supervivencia. Los personajes protagonistas, todos ellos (a excepción del maestro de ceremonias), son personas ingenuas en un mundo perverso y en rápida degeneración. Artistas, intelectuales, judíos… gente que, para el régimen que ya está llegando, sencillamente sobra. La vida es un cabaret rodeado de hijos de puta.
Dos de los grandes aciertos de Fosse, y a la vez dos de los factores que elevan a esta película a las cumbres del cine musical, son la capacidad para engarzar los números musicales y la historia (para lo cual se recurre más de una vez al montaje paralelo), y lo lejos que están las canciones y los bailes de la ñoñería típica del género. Las coreografías buscan ser sucias, escandalosas, y consiguen convertir a moderneces como las de Baz Luhrmann en aptas para colegios de monjas. Y cuando la canción puede ser cursi, Fosse hace que Liza Minnelli cante su confianza en el éxito ante un cabaret vacío, o deja que el maestro de ceremonias le cante al amor abrazado a una mona. Para algunos, Fosse puede ser vulgar. Yo le agradezco que use vinagre y fluidos corporales donde otros ponen almíbar. Y no olvido que el título de una de las canciones constituye una verdad filosófica absoluta: el dinero hace que el mundo ruede. Creo que Bob Fosse y un servidor estamos de acuerdo en que el otro gran motor del universo es el sexo. Sally es una mujer de sexualidad desinhibida y generosa, y Brian un bisexual más bien reprimido. Cuando conocen al barón Von Heune, todo se desata y el trío (con excelente número musical ilustrativo) queda formado. Hay prostitutas, transexuales y travestidos, hay abortos (quizá el único momento folletinesco que lastra el resultado final del film) y hay, también, una historia de amor verdadero, el de Fritz y Natalia. Él, que no es más que un vividor, disimula con éxito su condición de judío hasta que, prendado de esa dulce y rica heredera de su misma raza, decide quitarse la máscara y desposarla, en una decisión que, sabemos, en el futuro le llevará al exilio o a los hornos crematorios.
En unas pocas y certeras pinceladas, en especial en un número musical que empieza pareciendo dulce y acaba resultando terrorífico, se nos muestra, con al menos la misma precisión que en libros y documentales históricos, cómo el pueblo alemán se entregó en cuerpo y alma a la bestia nazi, convirtiéndose en culpable hasta el fin de sus días. Aquí también Fosse es valiente, como lo fue durante toda su carrera.
En el plano estético, la película bebe del expresionismo, utiliza con profusión los primeros planos y las influencias de Von Sternberg y El ángel azul son patentes. La producción es modesta, pero la labor de Fosse y del cameraman Geoffrey Unsworth consigue que la película, visualmente, deslumbre. En cuanto a los actores, alabar a una excelente, en el drama y en las canciones, Liza Minnelli en un papel que marcó, para bien y para mal, toda su irregular carrera, y a un genial Joel Grey como maestro de ceremonias, siempre agudo, picante y talentoso. Michael York me resulta menos convincente que ellos, y menos también que un Helmut Griem excelente en su rol de aristócrata decadente alemán que aún cree que su holgazana clase será capaz de utilizar a los nazis en su propio beneficio. La pareja Wepper-Berenson y las chicas del cabaret, muy bien, sencillamente.
Un apunte final: los últimos planos son poderosísimos, máxime cuando acabamos de ver una película llena de música y vida. Sin embargo, ante la visión de lo que va a ser Alemania, sólo cabe el silencio. Excelente conclusión para un film exitoso y multipremiado, al que no le falta mucho para llegar a obra maestra y que ha marcado época en el cine, siendo quizá el último musical que lo ha conseguido.