Nunca comulgué con Hugo Chávez. Ni con su demagogia populista, ni con sus maneras histriónicas, ni con su providencialismo. En general, los líderes que, de cada diez palabras que pronuncian, la mitad de ellas son «patria», «Dios» o «Cristo» me producen más desconfianza que otra cosa. Considero además que la entronización del líder bolivariano como referente mundial de la izquierda obedece en lo fundamental a la desorientación ideológica de ésta, incapaz de articular un discurso coherente, transformador e ilusionante desde la caída del muro de Berlín. Dicho lo cual, conste mi desprecio hacia quienes se alegran de la muerte del líder más influyente de Hispanoamérica durante la última década, al que no pueden negársele ni significativos avances en materia de justicia social en un pais endémicamente condenado a vergonzantes desigualdades, ni una capacidad de comunicación y liderazgo que pocos líderes actuales pueden igualar. Ahora la incógnita es saber qué será del chavismo sin Chávez, más allá de la previsible victoria electoral de su sucesor, Nicolás Maduro, en los próximos comicios, y si la sociedad venezolana será capaz de superar el frentismo actual y aunar esfuerzos de cara a conseguir un país más justo e igualitario, que es lo único que de verdad importa.