THE LONGEST YARD. 1974. 118´. Color.
Dirección: Robert Aldrich; Guión: Tracy Keenan Wynn, basado en un argumento de Albert S.Ruddy; Dirección de fotografía: Joseph Biroc; Montaje: Michael Luciano; Música: Frank DeVol; Decorados: Raphael Bretton; Diseño de producción: James Dowell Vance; Producción: Albert S.Ruddy, para Paramount Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Burt Reynolds (Paul Wrecking Crewe); Eddie Albert (Alcaide Hazen); Ed Lauter (Capitán Knauer); Michael Conrad (Nate Scarboro); Harry Caesar (Granville); Charles Tyner (Unger); Richard Kiel (Samson); Robert Tessier (Shockner); Bernadette Peters (Secretaria); James Hampton, John Steadman, Mike Henry, Anitra Ford.
Sinopsis:Un ex-jugador profesional de fútbol americano es detenido tras una persecución automovilística y enviado a una prisión cuyo alcaide está empeñado en que el equipo formado por los guardianes de la cárcel gane el campeonato estatal de ese deporte. Para preparar al equipo para el campeonato, se decide organizar un partido entre guardianes y presos.
Un lugar común entre los críticos de cine respecto a Robert Aldrich consiste en alabar sus primeros años de carrera y despachar los últimos, en especial su filmografía posterior a Doce del Patíbulo, como años de decadencia. Lo cierto es que, durante toda su trayectoria, Aldrich, un espíritu independiente, alternó sus proyectos personales, gestionados por su propia productora, con películas de encargo que le permitían asumir el coste de las obras que realmente le apetecía dirigir. A mi entender, no existe una significativa diferencia de calidad entre los proyectos personales y los films de encargo dirigidos por Aldrich (Doce del Patíbulo fue uno de ellos, por poner un ejemplo), ni tampoco una decadencia acusada en la segunda mitad de la carrera cinematográfica de este cineasta que, en El Rompehuesos, fue capaz de convertir una película de productor, construida a mayor lucimiento de su estrella protagonista, en un film en el que su estilo y sus constantes son claramente reconocibles y, por extensión, en una de las películas imprescindibles de un subgénero tan poco sonreído por el dios del cine como el deportivo.
El Rompehuesos recupera muchos de los rasgos esenciales de Doce del Patíbulo. Ambas películas están protagonizadas por tipos tan duros como rebeldes, de ambas emana el mismo desprecio hacia todo aquello que signifique autoridad y orden establecido, y en ambas el protagonista ha de convertir a un grupo de desechos sociales en un equipo cohesionado, solidario y capaz de lograr un reto complicado. Si en la anterior ocasión se trataba de obtener la libertad a cambio de matar al mayor número posible de oficiales nazis, aquí el nexo que une al equipo de presidiarios es el odio que sienten hacia sus carceleros y la idea de ser ellos quienes les humillen, aunque sea por un día. No estoy diciendo que El Rompehuesos sea tan buena como Doce del Patíbulo, pero sí que entre ambas hay notables similitudes, y que detrás de ellas no resulta difícil ver el estilo de un director, Robert Aldrich, que en esta ocasión vuelve a reunirse con varios de sus eficaces colaboradores de toda la vida y que siempre fue un cineasta personal. Un autor, como suele decirse.
La película pasa de la acción (en la escena que lleva a Crewe a presidio) al género carcelario, para acabar en el deportivo. Entretiene siempre, con esos característicos toques de humor grueso (atención a ese agudo comentario sobre el imposible peinado de Bernadette Peters), esa habilidad para ir al grano tan propia de los buenos directores de cine, y esa jauría de tipos duros empeñada en conseguir su objetivo sin detenerse demasiado en pulir sus métodos. Conste que a mí el fútbol americano me parece un tostón, y sin embargo el partido entre guardianes y presidiarios, que constituye el clímax de la película, lo he seguido con notable interés, no sólo por la inevitable identificación que uno siente hacia los presos, sino por lo tremendamente bien montadas que están las escenas futbolísticas. El Rompehuesos es puro cine de evasión, y en ese aspecto es modélica. Imagino que los críticos serios preferirán obras de mayor calado intelectual en las que se aborde de un modo profundo la problemática de la existencia humana. Yo digo que lo bueno es saber disfrutarlo todo, y esta obra, si el espectador es capaz de abordarla sin prejuicios, se disfruta, y mucho.
El protagonismo absoluto de la película es para su estrella principal, Burt Reynolds, que aquí borda ese rol de caradura machote sobre el que cimentó un éxito que, en aquellos años, era tremendo. Reynolds no es Lee Marvin, pero sí mejor actor de lo que mucha gente cree (quienes hayan visto Boogie Nights, sabrán de qué hablo), y la suma de su saber hacer, de su carisma y de un personaje hecho a su medida hacen de su papel en esta película uno de los mejores de su carrera. Los malvados, siempre tan importantes en esta clase de historias, son unos excelentes Eddie Albert (que se reencontró con Aldrich dieciocho años después de ¡Ataque!) y Ed Lauter, secundario de lujo cuya presencia en la pantalla jamás pasa desapercibida. Entre los presidiarios, destacar las intervenciones de Harry Caesar, del televisivo Michael Conrad y de Richard Kiel, el inolvidable Tiburón de la serie Bond. Un reparto nada espectacular, pero terriblemente eficaz, que ayuda sobremanera a que el visionado de esta película sea un verdadero disfrute para espectadores desprejuiciados… aunque no tanto como para ver el remake que de esta película protagonizó el merecido coleccionista de Razzies Adam Sandler hará unos años.