ROLLERBALL. 1975. 123´. Color.
Dirección: Norman Jewison; Guión: William Harrison, basado en su propio relato corto; Dirección de fotografía: Douglas Slocombe; Montaje: Antony Gibbs; Música: André Previn; Dirección artistica: Robert Laing; Diseño de producción: John Box; Vestuario: Julie Harris; Producción: Norman Jewison, para Algonquin-United Artists (EE.UU.).
Intérpretes: James Caan (Jonathan E); John Houseman (Bartholomew); Maud Adams (Ella); John Beck (Moonpie);Moses Gunn (Cletus); Ralph Richardson (Bibliotecario); Pamela Hensley, Barbara Trentham, John Normington, Shane Rimmer, Burt Kwouk, Rick LeParmentier, Robert Ito.
Sinopsis: Jonathan E. es el jugador más importante de Rollerball, un violento deporte en el que las masas vuelcan sus instintos agresivos en un mundo futuro aséptico y dirigido por las grandes corporaciones. Cuando los ejecutivos ordenan a Jonathan que se retire, éste empieza a comprender que no es más que una marioneta en manos de quienes ostentan el poder.
A Norman Jewison siempre le gustó dirigir películas de temática comprometida. Después del éxito y la polémica de Jesucristo Superstar, el director canadiense fue el principal artífice de esta fábula futurista que, como es habitual en la ciencia-ficción, nos presenta un porvenir distópico no muy alejado del que ideara Aldous Huxley en su novela Un mundo feliz. Como allí, todo es perfecto y aséptico, y el uso de pastillas (para soñar, por ejemplo), prácticamente universal. En la Tierra ya no existen países, sino que quienes gobiernan el planeta son los ejecutivos de las grandes corporaciones. Los que no pertenecen a esa clase son seres prescindibles e intercambiables, masa informe sin ninguna característica individual. Estas masas tienen su válvula de escape en el rollerball, un hiperviolento deporte-espectáculo cuyas figuras son semidioses y gozan de un status privilegiado y acceso sin límites a toda clase de bienes materiales, amantes incluidas. El mejor jugador de rollerball del mundo es Jonathan E., capitan del equipo de Houston, todo un mito viviente tras diez años de exitosa carrera. Sin embargo, en la fase decisiva de la temporada a Jonathan se le ordena retirarse, y él empieza a hacerse preguntas. Las respuestas no podrá obtenerlas en los libros, pues todos han sido digitalizados por las Corporaciones y apenas pueden ser consultados en la biblioteca de Ginebra. El pasado ha sido borrado, y apenas ya nadie recuerda cómo era el mundo, ese lugar donde lo individual, simplemente, sobra, antes de ser gobernado por los ejecutivos.
Además de la ya citada influencia de Huxley, en Rollerball no es difícil encontrar las huellas de Ray Bradbury y su Fahrenheit 451 (aquí los libros no han sido quemados, pero resultan casi igual de difíciles de encontrar), de Orwell y su 1984 (el omnímodo poder de las Corporaciones recuerda mucho a su Gran Hermano) y, por supuesto, de dos de las obras fundamentales de Stanley Kubrick, 2001 y La Naranja mecánica. De la primera vemos notables influencias estéticas (que dan un gran resultado en la pantalla gracias al brillante trabajo de John Box), además de la coincidencia en la utilización de conocidísimos temas de la música clásica como fondo musical, y respecto a la segunda, las deudas con Kubrick en cuanto al enfoque y la filmación de los partidos de rollerball no resultan muy difíciles de encontrar.
La película plantea cosas muy interesantes, que resuelve de manera irregular, e intenta combinar acción y reflexión, creo que con bastante éxito. Primero se nos explica qué es el rollerball de la mejor manera posible, es decir, mostrándonos un partido, para a continuación enseñarnos cómo funciona una sociedad, en apariencia culta y civilizada, pero capaz de matar el pensamiento individual y de crear semejante deporte, combinación de motociclismo, hockey y boxeo, en el que las reglas pueden modificarse de partido a partido y las heridas graves, e incluso las muertes, ocurren con frecuencia. Cuando Jonathan decide desobedecer la orden de retirarse y continuar jugando (es decir, saltarse las órdenes -cosa que no hizo años atrás, cuando se le obligó a renunciar a la mujer que amaba- y pensar por sí mismo), las Corporaciones harán lo posible por acabar con su carrera y, tal vez, con su vida. Cada partido de rollerball es más violento que el anterior, culminando en una auténtica carnicería sin reglas de la que, sin embargo, el público deja de disfrutar hasta seguir la orgía de sangre en un sepulcral silencio, en un anticlímax a mi parecer muy meritorio. Destacar también que apenas nadie apoya a Jonathan en su idea de seguir jugando y obrar por su cuenta, lo que sin duda dice mucho del éxito de ese mundo feliz que las Corporaciones han creado. Una frase del protagonista lo resume todo: «Hubo un momento en que la gente tuvo que elegir entre la comodidad y la libertad y, obviamente, prefirió el confort».
Rollerball es un cuento futurista con bastantes pretensiones, y sólo a veces consigue colmar las expectativas que genera su planteamiento. Está muy bien rodada, eso sí, y el mundo futuro que nos presenta es muy verosímil (en ocasiones, demasiado). A veces, la reflexión peca de excesivamente discursiva, sin que sin embargo la profundidad del propio discurso, o sus ramificaciones, acaben de justificarlo, lo que desemboca en un metraje más extenso de lo que debería. No obstante, el producto es bueno y el envoltorio, también. Jewison no es Kubrick, pero Rollerball sí es una película muy interesante, en la que el trabajo de los técnicos, empezando por el cameraman británico Douglas Slocombe, es de alto nivel, y el de los actores, algo más irregular. James Caan, actor por entonces en la cúspide de una carrera que acabó hundiéndose en la mediocridad, resulta muy adecuado para encarnar al violento y a la vez melancólico Jonathan E., lo mismo que John Houseman (productor de excelsa trayectoria que, a la vejez y gracias sobre todo a esta película, acabó dedicándose casi por entero a la interpretación) como el poderoso, hierático y perverso ejecutivo que preside el club en el que juega la estrella. Maud Adams, célebre chica Bond de la época, es un rostro bonito sin especiales capacidades interpretativas, y tampoco es que John Beck le dé demasiado empaque a su personaje de tipo duro e inseparable compinche del protagonista. Destacar, cómo no, la siempre bienvenida presencia de Ralph Richardson, éste sí un gran actor, en una breve pero importante aparición.
Pudo haber sido una obra maestra de la ciencia-ficción y no lo es, pero aún así Rollerball es una película de referencia en el género que, sin duda, nos presenta un futuro que, tal vez y desgraciadamente, esté próximo.