BLUE COLLAR. 1978. 109´. Color.
Dirección: Paul Schrader; Guión: Paul Schrader y Leonard Schrader, basado en el material documental suministrado por Sydney A.Glass; Dirección de fotografía: Bobby Byrne; Montaje: Tom Rolf; Música: Jack Nitzsche; Diseño de producción: Lawrence G. Paull; Decorados: Peg Cummings; Producción: Don Guest, para Universal Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Richard Pryor (Zeke); Harvey Keitel (Jerry Bartkowski); Yaphet Kotto (Smokey); Ed Begley, Jr. (Bobby Joe); Harry Bellaver (Eddie Johnson); George Memmoli (Jenkins); Lucy Saroyan (Arlene Bartkowski); Cliff DeYoung (Burrows); Borah Silver, Chip Fields, Harry Northup, Leonard Gaines, Milton Selzer, Lane Smith.
Sinopsis: Tres obreros de una cadena de montaje automovilística de Detroit deciden robar la caja de su sindicato, hartos de sus penurias económicas y de la inacción de sus representantes. El resultado del robo no es el que esperaban: en la caja apenas hay dinero, pero sí unos documentos comprometedores para el Sindicato, que éste intentará recuperar por todos los medios.
Paul Schrader, por entonces uno de los guionistas más prestigiosos de Hollywood, hizo su debut en la dirección cinematográfica con este intenso drama sindical en el que se denuncia la situación de los obreros vinculados a la industria del automóvil, y que acaba siendo una de las radiografías más conseguidas de la problemática de la clase trabajadora que ha dado el cine, no sólo el americano. La historia se centra en tres obreros de una cadena de montaje, y empieza teniendo un tono costumbrista, casi amable, que, como es habitual en Schrader, se va endureciendo cada vez más hasta acabar en una explosión de violencia. Si hay una constante en las historias personales de este autor educado bajo severos preceptos calvinistas, esa es la redención por el fuego, es decir, la necesidad de la violencia para combatir la violencia y obtener la justicia. Así ocurría en Taxi driver, posiblemente el guión más conseguido y exitoso de Schrader, y así, aunque de otra manera, sucede en esta película.
La vida del obrero industrial consiste, la mayor parte de las veces, en realizar un trabajo duro, repetitivo, alienante y más bien poco seguro a cambio de un salario exiguo y con la persistente amenaza del despido en cuanto menguan los beneficios o la actitud propia se aleja del servilismo presupuesto (no hay que olvidar, y Schrader nunca lo hace, que el divide y vencerás es la mejor baza de los poderosos para mantener sus privilegios). Fuera del trabajo, facturas, televisión, hijos pequeños que criar y años que pasan en balde. La vida social se resume en conversaciones y cervezas junto a los compañeros de fatigas, en desahogarse de la frustración que generan una empresa explotadora y unos sindicatos que, fundamentalmente, sólo se defienden a sí mismos. Ésta es la vida de Zeke, Jerry y Smokey, hasta que un día, armados con el valor que dan el alcohol y las drogas, deciden robar la caja del sindicato y repartirse el botín. Una vez sobrios, la idea sigue sin parecerles demasiado descabellada, o al menos no tanto como para no ver en el robo una salida a los problemas que les agobian. En la caja, sin embargo, sólo hay documentos y unos pocos cientos de dólares que, una vez descubierto el robo, el sindicato hinchará para estafar al seguro. Eso sí, los papeles delatan manejos poco legales por parte de los dirigentes de la central obrera, y por eso los tres amigos ven en el chantaje una buena opción para conseguir a través de él lo que no obtuvieron con el robo. Esta decisión no hará más que agravar sus problemas.
Como hijo de la clase obrera, lo primero que he de alabar de Blue Collar es su autenticidad, lo tristemente familiares que me resultan muchas de las escenas de la película, tanto lo que se ve como lo que se oye. Es cierto que a nivel visual o técnico el film apenas tiene aspectos especialmente destacables, aunque eso, en este caso, es más una virtud que un defecto, porque explicar con colores vivos una historia que es más bien gris oscuro no es lo suyo. Me quedo, eso sí, con ese repetitivo blues eléctrico, tras el que no es difícil ver la huella de Ry Cooder, que tan bien retrata lo que es una cadena de montaje: la hija moderna de las plantaciones de algodón.
He de decir que el trío de actores protagonistas lo hace de maravilla, incluso un Richard Pryor que, eso sí, a veces muestra esa tendencia a la sobreactuación que acabaría convirtiéndole en un cómico indigesto. Harvey Keitel tiene la intensidad salvaje que le ha convertido en un actor de referencia desde hace décadas, y Yaphet Kotto nunca estuvo mejor. Sobre ellos, y sobre una historia poderosa y bien escrita, se apoya una película que se cuenta entre las mejores que ha dirigido Paul Schrader hasta la fecha.