Píldora recomendada para escritores inéditos y especies alérgicas a las despedidas de soltero.
CENA-ESPECTÁCULO
Para un escritor novel, conseguir cenar con un editor es algo así como salir con Brad Pitt para una treintañera fea. La noche en que un servidor llegó por primera vez a tan alta cima tuvo lugar, tras innumerables intentos y algunos litros de tila, hace escasos meses. Una de las diez o doce víctimas a las que había enviado el borrador de mi primer libro parecía haber mordido el anzuelo, y me había citado en un conocido restaurante para hablar de una posible publicación. Llegué al lugar cinco minutos antes de la hora acordada, me senté en una mesa que había junto a unos biombos y pedí una cerveza belga para aliviar la espera. Al quinto trago llegó el editor, calvo y panzudo. Me saludó, pidió una botella de Marqués de Riscal (“no tiene mal gusto, tal vez me publique”, pensé) y se sentó frente a mí.
– Tu libro tiene algo –me dijo mientras le servían el vino-. Lo leí de un tirón, cosa que no hago a menudo. Hay errores típicos de principiante y algunos relatos prescindibles, pero, si obviamos esos detalles, se trata de un libro publicable.
– Créame, si el libro no tuviera muchos más aciertos que errores, usted no habría llegado a leerlo –contesté-. Pero como sé que sólo los malos escritores no necesitan críticos, hice que algunos de ellos lo leyeran antes de enviarlo a las editoriales, y acepté la mayoría de cambios que me sugirieron.
– ¿Quiere eso decir que no aceptarás más cambios?
– No, acepto cualquier cambio que mejore el libro… claro que… quien decide en última instancia es el autor.
– Tranquilo, sé leer y no disfruto reescribiendo la obra de otros. Eso sí, me gustaría saber más cosas sobre el autor del libro.
Después de eso, me encontré explicando mi vida mientras iban llegando a nuestra mesa varios platos de buen yantar, y al restaurante un nutrido grupo de hombres, de edades comprendidas entre los treinta y los cuarenta años, que se acomodaron detrás de los biombos. El último de ellos iba disfrazado de Superman, aunque por su aspecto se parecía más a Alvaro Vitali que a Christopher Reeve. En pocos minutos, el bullicio era tal que di por interrumpida mi charla autobiográfica ante el evidente riesgo de quedar afónico, para tristeza de mi tal vez futuro editor y alivio propio.
Tras el postre, el editor pidió un carajillo de Bailey´s y su proyecto de joven promesa una copa de pacharán con hielo. Antes de poder beberlos, se apagaron las luces del restaurante y una señorita de muy agradables formas empezó a despelotarse ante los ojos salidos de Superman y el aquelarre de sus acompañantes. Desde nuestra mesa, la visión era casi perfecta, y gracias a ello comprobamos que la chica sabía hacer su trabajo: hundió la cara de Superman entre sus firmes y morenas tetas y, cuando conservaba el tanga por toda indumentaria, se sentó sobre sus muslos y empezó a mover el culo con una habilidad merecedora de un papel protagonista en alguna secuela de Showgirls, esa gran película incomprendida. Se levantó unos segundos antes de que Superman manchara sus calzoncillos y se quitó el tanga provocando un movimiento sísmico en la sala que ella recibió con cierta expresión de hastío y yo con ganas de pertenecer a otra especie.
Concluido el espectáculo, mi futuro editor y yo acabamos nuestras bebidas sin hacer el más mínimo comentario sobre la escena y nos despedimos muy contentos de habernos conocido. Como ya era tarde para llamar a alguien, y estaba contento por mi posible publicación y excitado por el striptease, decidí irme de putas. Pueden creerlo o no, pero volví a encontrarme con mi futuro editor y con algunos de los amigos de Superman en la puerta del prostíbulo.