LE BOUCHER. 1970. 88´. Color.
Dirección: Claude Chabrol; Guión: Claude Chabrol; Dirección de fotografía: Jean Rabier; Montaje: Jacques Gaillard; Música: Pierre Jansen; Diseño de producción: Guy Littaye; Producción: André Génovès, para Les Films de la Boétie- Euro International Film (Francia-Italia).
Intérpretes: Stéphane Audran (Señorita Hélène); Jean Yanne (Popaul); Antonio Passalia (Angelo); Roger Rudel (Comisario Grumbach); Mario Beccara (Léon); William Guérault (Charles), Pascal Ferone.
Sinopsis: Hélène, la directora de la escuela de un pueblo de la campiña francesa, conoce en una boda a Popaul, el carnicero del lugar. Ambos entablan amistad mientras en la zona empiezan a aparecer cadáveres de muchachas apuñaladas.
El carnicero representa lo mejor del cine de Claude Chabrol, cineasta prolífico e irregular (una cosa va con la otra, supongo) en cuya obra asoman con frecuencia tramas criminales enmarcadas en pueblos aparentemente tranquilos del interior de Francia. Estos sucesos van casi siempre acompañados de un discurso crítico con la burguesía, aquí casi inexistente o, al menos, mucho más solapado que en otras de sus obras mayores, como La ceremonia.
Desde los mismos títulos de crédito iniciales, la música atonal de Pierre Jansen y las imágenes de las pinturas rupestres ofrecen pistas sobre el trasfondo moral de la película, que no es otro que la imposibilidad de reprimir los instintos, y los resultados más bien penosos que suelen producirse al intentarlo. Bajo nuestra apariencia educada y las buenas maneras, los convencionalismos sociales y la hipocresía, no somos tan distintos a esos hombres de Cromagnon que dejaron sus huellas en las paredes de las grutas que hoy visitan los escolares. Somos animales y, pese a los avances de la ciencia, seguimos siéndolo, y no pocos de nuestros comportamientos escapan a la razón y la lógica.
Todo empieza con un boda, ceremonia que le sirve a Chabrol, gran gourmet y bon vivant, para hablar de la comida, la bebida y las canciones como formas de celebrar la vida. También, obviamente, para explicar el primer encuentro entre Hélène y Popaul, detonante de todo lo que ocurre hasta el final. Ella es una maestra que llegó al pueblo huyendo de un desengaño amoroso, y que desde entonces evita relacionarse sentimentalmente con hombres, y él un carnicero que ha vuelto a sus orígenes después de una larga estancia en el ejército que le ha hecho testigo de guerras y atrocidades cuyo recuerdo no deja de perseguirle. Ambos, la maestra educada, amable y fría, y el trabajador sencillo y humilde, congenian y empiezan a salir juntos, iniciando una relación que, por expreso deseo de Hélène, excluye el sexo. En mitad de la placidez de estos encuentros, aparece el mal: el cadáver de una joven acuchillada es encontrado en un bosque de la zona. Llega la policía, que no encuentra pistas. El segundo cadáver es Hélène quien lo encuentra (en una escena magnífica, por cierto); pero no sólo descubre un joven cuerpo apuñalado, sino un objeto que incrimina a Popaul. Desde ese momento, la maestra vivirá con la angustia de creer que el único hombre que ha llamado su atención en diez años puede ser un asesino.
Decíamos ayer que la mayoría de los secretos sobre las bondades de una película residen en el guión y el montaje, En El carnicero, el libreto es excelente, los diálogos son verosímiles y siempre aportan algo a un conjunto que en todo momento se dirige con quirúrgica precisión hacia un final excelente, de obra maestra. La mirada de Chabrol es sobria, a veces incluso fría, pero nunca inmisericorde, y su acierto en la captación de los detalles y en la exploración psicológica de los personajes sólo está al alcance de los mejores cineastas. El ritmo narrativo es tan falsamente plácido como la historia que se nos cuenta, pues, sin dar en ningún momento sensación de precipitación, es muy ágil. La película se ve en un suspiro, y la dosificación de los elementos de intriga demuestra, entre otras cosas, que Chabrol conocía bien, además del terreno en el que rodaba y la naturaleza de los personajes que lo pueblan, el cine de Hitchcock. Por ejemplo, el papel de la policía en el film bebe no poco de las enseñanzas del director londinense.
En esta película, que es ante todo de dos personajes, Chabrol recurrió a dos rostros recurrentes en su filmografía, el de Jean Yanne y el de su ex-esposa y musa Stéphane Audran, cuyo personaje viene a ser también una versión francesa y rural de las inalcanzables rubias hitchcockianas. Su frialdad, bañada de cortesía y no exenta de emoción, por muy oculta que ésta esté, ayuda tanto a entender la película como la sobriedad de un Jean Yanne creíble en todas y cada una de sus apariciones. Ambos brillan en las escenas finales, las que exigen un mayor esfuerzo interpretativo, y ayudan a El carnicero a convertirse en una película redonda, a la que cabe situar entre las obras imprescindibles del cine europeo.