LA PIANISTE. 2001. 130´. Color.
Dirección: Michael Haneke; Guión: Michael Haneke, basado en la novela de Elfriede Jelinek; Dirección de fotografía: Christian Berger; Montaje: Nadien Muse y Monika Willi; Música: Bach, Beethoven, Schumann, Schubert, etc.; Diseño de producción: Christoph Kanter; Decorados: Hans Wagner; Producción: Veit Heiduschka, para MK2 Productions- Wega Films- Les Films Alain Sarde (Austria-Francia).
Intérpretes: Isabelle Huppert (Erika Kohut); Annie Girardot (La madre); Benoît Magimel (Walter Klemmer); Susanne Lothar (Sra. Schober); Udo Samel (Dr. Blonski); Anna Sigalevitch (Anna Schober); Thomas Weinhappel (Barítono); Philip Heiss (Naprawnik); Cornelia Köndgen, Georg Friedrich. William Mang.
Sinopsis: Una madura profesora de piano vive con su posesiva y dominante madre. La aparición de un joven alumno empeñado en seducirla hará brotar un torrente de emociones ocultas.
El austríaco Michael Haneke es sin lugar a dudas uno de los nombres clave del cine europeo de este siglo. Su cine puede resumirse con una frase propiedad de otro director inquietante y con titulación académica relacionada con la medicina, el canadiense David Cronenberg: «Me gusta bucear por las catacumbas de la mente humana». En esta película, Haneke se inspira en una novela de Elfriede Jelinek, una escritora cuyo universo es afín al suyo, y crea una obra modélica en su construcción y no apta para todos los públicos por su temática.
La pianista funciona como parábola del ser humano, capaz de crear obras de una belleza tan prodigiosa como esa música que Erika, la protagonista del film, vive con frialdad exterior e intensa emoción interior, y de cometer las más horribles atrocidades por motivos muchas veces banales. Erika es el ser humano en toda su dimensión, la mejor y, desde luego, la peor. Castrada emocionalmente por una madre posesiva hasta la obsesión, Erika apenas mantiene otro contacto con el resto del mundo que el de sus alumnos de piano, a quienes trata de manera despótica. ¿El ogro nace o se hace? Seguramente ambas cosas, como el genio. Bajo la apariencia frágil y el trato humano gélido de Erika se oculta un auténtico volcán de pasiones, centradas en lo más sórdido del sexo: fetichismo, sadomasoquismo, autolaceración o voyeurismo son algunas de las formas con las que Erika trata de dar vía de escape a su sexualidad reprimida hasta que aparece Walter, un joven alumno que se siente atraído hacia su profesora de piano. Este argumento podría, en otras manos, caer en lo folletinesco, pero con Haneke (y Jelinek) no hay peligro: que nadie espere una historia de amor normal, no se nos ha enseñado el lado oscuro por mera morbosidad, sino para que reflexionemos sobre él hasta las últimas consecuencias. Haneke es un cineasta frío, que describe y no juzga y que, en contra de lo que puedan sugerir algunas escenas de éste y de varios de sus filmes, está dotado de buen gusto a la hora de plasmar en imágenes los temas que le interesan. Su puesta en escena está cuidada hasta el último detalle, y su apuesta estética queda reflejada en el hecho de que en la película no suena otra música que la que interpretan la maestra de piano y sus alumnos, música que desde luego no está elegida al azar y no pocas veces complementa lo que nos muestran las imágenes. ¿Y qué muestran? Los demonios que se ocultan bajo la apariencia de normalidad, los estragos que causa la represión sexual, la difícil vida en sociedad de quienes obtienen placer de un modo distinto al que aconsejan los cánones, el esnobismo de la alta cultura o el trato cruel, disfrazado en muchas ocasiones de protección y sacrificio, que los adultos suelen dedicar a los jóvenes. La historia tiene diversos niveles de lectura, y la película es de todo menos superficial. En un primer nivel, está claro que la aparición en escena de Walter es el factor desencadenante de una tragedia anunciada desde el primer fotograma. Walter, que tiene la energía de un joven pero no la inocencia del resto de los alumnos de Erika, que es capaz de devolver la crueldad que recibe, y que en cierto modo es más perverso que su profesora de piano, pues lo suyo no es patológico. En Hollywood, es muy posible que esta historia se hubiera convertido en una fábula acomodaticia sobre el poder redentor del amor. La pianista, creo que ya ha quedado claro, es una cosa bien distinta, y más interesante. Quizá la película sea también una fábula sobre el riesgo de que dos de las mejores cosas de la vida te gusten demasiado, pero aquí hay discurso moral, no moralina.
Buen guión, buena puesta en escena. ¿Y los actores? Empezaré diciendo que la de Isabelle Huppert, actriz especialmente adecuada para dar vida a personajes complejos, me parece una de las interpretaciones femeninas más sobresalientes que he visto jamás. Sus miradas, sus silencios, su capacidad para ser a la vez tan frágil y tan aterradora, su manera de recrear la vida interior de una mujer tan complicada… todo esto no merece más que elogios. Una ilustre veterana como Annie Girardot (aquí la castración en persona), y un muy adecuado Benoît Magimel son los otros dos vértices de este trágico triángulo, y sus personajes sirven para aclararnos dos cuestiones fundamentales: por qué Erika es como es, y qué consecuencias tiene su carácter para ella misma y para los demás, en especial para quienes tratan de derribar su muro de hielo. La pianista es también una película sobre víctimas y verdugos, aunque sólo la joven Anna Schrober es en verdad una víctima inocente.
Gran película, tan poco complaciente como el resto de la filmografía de Haneke y, a la vez, una de sus obras más redondas. Imprescindible para quienes creen que el cine ha de ir más allá del puro entretenimiento.