EL CID. 1961. 174´. Color.
Dirección: Anthony Mann; Guión: Philip Yordan y Fredric M. Frank, basado en una historia de Fredric M. Frank; Dirección de fotografía: Robert Krasker; Montaje: Robert Lawrence; Música: Miklos Rozsa; Diseño de producción: Veniero Colasanti y John Moore; Decorados: Veniero Colasanti y John Moore; Producción: Samuel Bronston, para Samuel Bronston Productions- Dear Film Produzione (EE.UU.-Italia).
Intérpretes: Charlton Heston (Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid); Sophia Loren (Doña Ximena); Raf Vallone (Conde Ordóñez); Geneviève Page (Doña Urraca); Herbert Lom (Ben Yussuf); John Fraser (Príncipe Alfonso); Gary Raymond (Príncipe Sancho); Hurd Hatfield (Arias); Massimo Serato (Fáñez); Frank Thring (Al Kadir); Michael Horndern (Don Diego); Andrew Cruikshank, Douglas Wilmer, Tullio Carminati, Ralph Truman.
Sinopsis: Rodrigo Díaz de Vivar es un caballero que lucha a las órdenes de Fernando, rey de Castilla, León y Asturias. Su decisión de dejar con vida a cinco emires a quienes hizo prisioneros en la batalla le supone un proceso por traición y el tener que batirse en duelo con el padre de Jimena, su prometida, quien tras la muerte de su progenitor jura a Rodrigo odio eterno. El Cid seguirá brillando en la batalla mientras trata de recuperar el amor de Jimena.
A principios de los años 60 el cine épico vivió su época de máximo esplendor. Ante la competencia de la televisión, y las posibilidades técnicas que ofrecían los nuevos formatos de pantalla, Hollywood se lanzó a una carrera en pos del espectáculo que, en general, tuvo el beneplácito de las taquillas de todo el mundo. El summum de esta manera de ver el cine lo constituyó, posiblemente, Ben-Hur, protagonizada por un hombre, Charlton Heston, que por presencia y carisma se convirtió en el héroe épico por antonomasia. Después del éxito de Rey de reyes, el productor Samuel Bronston, amante y creador de grandes epopeyas cinematográficas, ideó un gran proyecto inspirado en la vida del Cid Campeador, al frente de cuyo reparto puso, como no podía ser de otra manera, al héroe de Ben-Hur y Los diez mandamientos.
Para quienes demandan rigor histórico (clase de personas que, salvo excepciones, son demasiado perezosas para leer libros de Historia o ver documentales sobre la materia, y esperan que el cine les haga el trabajo), El Cid es una de esas películas que no escapan a su ira vengadora. Cierto es que sus licencias históricas son notorias, como también que diversos capítulos de la vida de Rodrigo Díaz de Vivar permanecen aún hoy inmersos en una nebulosa bastante impenetrable. Aquí hablamos de ficción cinematográfica, y lo importante es si lo que se ve en la pantalla, funciona. Y en El Cid lo hace, a ratos a la altura de sus muy altas pretensiones. Parte del mérito es atribuible a Anthony Mann, un gran director que se encontraba más cómodo en las películas pequeñas que en estas mastodónticas producciones, pero que aún así es capaz de dar forma a un espectáculo vigoroso, de impresionante factura visual (ésta es una superproducción lujosa, una verdadera película de pantalla grande) y personajes, que dentro de lo arquetípico, tienen alma. Si en algunas ocasiones a las escenas palaciegas les cuesta progresar, las de duelos y batallas, técnicamente muy complejas, dejan bien a las claras la pericia del director. Si la fotografía está a la altura de lo que cabe esperar de una película grande, la banda sonora de Miklos Rosza es, en todos los sentidos, magnífica, una de las mejores de su carrera, lo cual es mucho decir.
Respecto al guión, uno echa en falta una explicación más detallada de los motivos que llevan a Rodrigo a liberar al príncipe Alfonso, o un mayor énfasis en los años de destierro del Cid, en los que se ganó la vida combatiendo como mercenario, pero en general la construcción de la trama obedece con eficacia a los fines principales de la película: el espectáculo fílmico y el carácter legendario de la figura del Cid, a quien se hace portador de los más nobles valores caballerescos. Es un personaje sin mácula, un héroe valeroso que en todo momento hace lo que debe, aunque eso coincida pocas veces con lo que más le conviene. Incluso quienes se oponen a él o le traicionan no dejan de admirar su valentía y su honestidad. Está claro que, siguiendo el axioma fordiano, Bronston, Mann y los guionistas escogieron la leyenda en lugar de la Historia, pero lograron una película épica notable.
La elección de Charlton Heston para interpretar al Cid es todo un acierto. Cuesta imaginar un actor más ióneo para el papel, y su presencia en pantalla consigue hacer creíble el magnetismo que provoca Rodrigo Díaz de Vivar entre quienes le conocen. Se puede decir qué Heston lleva la película con la misma firmeza con la que sujeta la espada. A su lado, una Sophia Loren en el esplendor de su belleza y que también era capaz de actuar, aunque quizá este papel de sufrida heroína caballeresca no sea el que más se ajuste a sus posibilidades interpretativas. Del resto del reparto, formado por actores mucho menos conocidos que las estrellas protagonistas, destacaré a Raf Vallone, siempre un buen actor de carácter, y a una intrigante Geneviève Page como doña Urraca, personaje que quizá era merecedor de mayores atenciones por parte de los guionistas. El resto de intérpretes cumple con corrección, y es de destacar lo bien resueltas que están las escenas en las que aparecen centenares de extras. Puro espectáculo, puro Bronston, el productor que trajo el gran cine a España. De todas las películas que llevan su firma, El Cid y 55 días en Pekín son posiblemente las mejores, símbolos de un tipo de cine de ese que ya no se hace y que atrajo en su momento a grandes cineastas como William Wyler, el Stanley Kubrick de Espartaco, David Lean (aunque sus obras más espectaculares se sitúen en épocas mucho más cercanas) o, como aquí, Anthony Mann.