FORBRYDELSENS ELEMENT. 1984. 102´. Color.
Dirección: Lars Von Trier; Guión: Niels Vorsel y Lars Von Trier; Dirección de fotografía: Tom Elling; Montaje: Tomas Gislason; Música: Bo Holten; Diseño de producción: Peter Hoilmark; Producción: Per Holst, para Per Holst Filmproduktion- Det Danske Filminstitut (Dinamarca).
Intérpretes: Michael Elphick (Fisher); Esmond Knight (Osborne); Meme Lai (Kim); Jerold Wells (Kramer); Ahmed El Shenawi (Psicoterapeuta); Astrid Henning-Jensen (Ama de llaves); Janos Hersko, Stig Larsson, Lars Von Trier, Camilla Overbye, Maria Holkenfeldt.
Sinopsis: Fisher es un policía que vuelve a Europa, después de trece años viviendo en El Cairo, para intentar detener a un asesino múltiple. Sus métodos de investigación se inspiran en las teorías de Osborne, su mentor. Siguiéndolos, las pistas le llevan a sospechar de un hombre llamado Harry Grey, quien, según Osborne, falleció tiempo atrás.
El elemento del crimen es el primer largometraje dirigido por Lars Von Trier después de licenciarse en la Academia Danesa de Cine, y un film que le reportó un modesto reconocimiento internacional que sus obras posteriores fueron incrementando hasta convertirle en uno de los directores más personales, polémicos e interesantes del panorama mundial. El debut de este controvertido cineasta tuvo forma de thriller, si bien, tanto en el fondo como en el envoltorio, la huella de un estilo definido está ya muy presente, desde los primeros fotogramas que nos muestran brumosas estampas de El Cairo. Es innegable que a Von Trier le gustan las sombras, las del paisaje (se necesitan sólo unas pocas imágenes para comprobar que una de sus mayores influencias en el apartado visual es el expresionismo alemán) y las de la mente. En El elemento del crimen todo es turbio, nebuloso, oscuro: Fisher es un personaje en continua huida, primero de Europa, después de una ciudad, El Cairo, sepultada bajo la arena; y, sobre todo, de las ciénagas de su mente. Investigador brillante, es requerido para detener a un asesino en serie cuyas víctimas son niñas que venden lotería. Vuelve Fisher a sus orígenes, a una Europa aún más desquiciada y tenebrosa que la que abandonó trece años atrás. Corre a visitar a Osborne, su mentor, convertido en un anciano que vive de recuerdos y de vodka. Sus teorías sobre el crimen son las que Fisher ha seguido durante toda su carrera: su razón de ser no está en la sociedad, sino en la propia naturaleza humana. Para manifestarse, el crimen necesita unas circunstancias, un elemento propicio. Si éste se da, el asesino toma cuerpo, y el investigador, para detenerle, debe convertirse en alguien muy parecido a él. Eso hará Fisher, aunque las pistas le lleven hasta un hombre que, según Osborne, lleva tres años muerto.
Tal vez, Lars Von Trier sea el más misántropo de los cineastas contemporáneos. Su visión del ser humano, y de la sociedad creada por él, es negativa a más no poder. En su universo hay mucha desesperación, no poco humor negro, y escaso margen para la misericordia. En El elemento del crimen esta cosmovisión está muy presente: no hay un solo personaje que no sea turbio, falso o perverso; no hay un solo plano que transmita sosiego: todo es feo, sucio, malsano. Más allá de la trama criminal, ésta es una película de atmósfera, la cual no puede ser más opresiva. Puede decirse que toda el film, que es la narración por parte de un Fisher de vuelta en El Cairo de su reciente -y traumática- experiencia europea, tiene el aroma de las pesadillas. El investigador recuerda, bajo hipnosis, lo vivido mientras buscaba al psicópata asesino de niñas. El espectador asiste a un thriller tan poco convencional como su creador. Si a algo recuerda, en todo caso, esta película, es a alguna otra ideada por otra mente retorcida y no pocas veces genial: la de David Lynch. Lo de menos, desde luego, es la caza del asesino: importan los dos viajes de Fisher, el que hizo a Europa y el que hace su mente para recordarlo.
Imágenes poderosas, un estilo visual tan trabajado como pretencioso (del que el director se alejaría años más tarde, cuando lideró el movimiento Dogma), escasa (pero siempre muy importante) presencia de la música… el Von Trier de la primera época era un director de pautas muy definidas, estilo propio y obsesiones recurrentes: las jaquecas o el insomnio, que este cineasta conoce muy bien, son parte del viaje; el agua no es vida, es melancolía y ahogo; el individuo está solo, y es víctima de una sociedad corrupta y desquiciada que amenaza con aniquilarle a cada paso; detrás de cualquier persona en la que confíes pueden encontrarse la mentira y la traición. Todas estas cosas forman parte del cine de Lars Von Trier desde sus mismos inicios, desde esta inquietante película que contiene muchas de las claves de su arte. Y la que quizá sea su otra gran característica como cineasta, la megalomanía, también salta a la vista en esta obra primeriza: las ganas de mostrar habilidades, de conmover, de inquietar y, desde luego, de no provocar indiferencia, son casi impúdicas de tan evidentes. Por suerte para él, Von Trier es poseedor de un gran talento, que casi siempre le permite hacer peligrosas piruetas y caer, cinematográficamente hablando, de pie.
En el reparto de esta película apenas brillan dos caras conocidas, empezando por la de un gran veterano como Esmond Knight, presencia recurrente en los films de Powell y Pressburger y garantía de buen hacer. Su Osborne, que en algunos momentos me recuerda al Werner Krauss de El gabinete del doctor Caligari, realza cada escena en la que interviene. El protagonista, Michael Elphick, hace aquí el que tal vez sea el gran papel de una carrera cinematográfica que podía (y merecía) haber dado mucho más de sí, tanto por la complejidad del personaje que interpreta como por lo bien que lo hace. Meme Lai, de expresividad limitada, ya nos anticipa a otras mujeres de trasfondo inquietante (el muy vontrieriano tema de la mujer-víctima, a veces convertida en verdugo) que en el futuro nos traerá la filmografía del director, y Jerold Wells está más que convincente en el papel del duro jefe de policía Kramer, quizá el único personaje dotado de las cualidades necesarias para saber nadar en un mundo convulso y despiadado.
Lo dicho, gran oportunidad para comprobar que, casi desde la cuna, Lars Von Trier apuntaba maneras.