Píldora augustina, creada para los que creen que Herodes era un gran hombre injustamente tratado por la Historia.
EL TROMPETISTA
Anochecía, y yo estaba sin tabaco. Como uno es caprichoso, y sólo fuma cigarrillos de una marca que nunca se encuentra en las máquinas, tocaba encontrar un estanco abierto. La avenida estaba repleta de gente que paseaba sin prisa y, ya que por una vez tenía claro mi destino y cierta prisa por alcanzarlo, me lancé a esquivar transeúntes para poder envenenarme tranquilo.
Llegué a tiempo al estanco, compré un paquete de cigarrillos y lo abrí nada más salir a la calle. Ahora, cumplida la misión, mi caminar se confundía con los otros, se había vuelto lento y despreocupado.
Al final de la avenida, vi un combo de jazz, formado por un trompetista, un saxo alto, un guitarrista, un contrabajo y un batería, que interpretaba Now´s the time con razonable competencia ante la curiosidad de algunos viandantes y la indiferencia del resto. Cuando finalizó el tema, arrojé, venciendo por una vez mi natural tacañería, unas monedas dentro de la funda de la guitarra, y me mezclé entre el público mientras el grupo se preparaba para atacar una nueva pieza. De pronto, una estruendosa cadena de berridos infantiles hizo que la banda optase por no dar comienzo a su interpretación. Tales berridos, de una intensidad considerable, provenían de un bebé semioculto en el interior de un carrito no demasiado lujoso situado justo a mi derecha. Todos los presentes se giraron hacia el lugar de donde salían los gritos con expresión acusadora, pero la actitud del ocasional jurado no afectó en absoluto al bebé, que continuó con su decibélica retahíla de lloros; en cambio, sí afectó a la pareja que sostenía el carrito. Debían de ser, o al menos eso imagina un servidor, que es así de bien pensado, la madre y el padre de la vociferante criatura. Ambos, en ningún caso mayores de veintiuno o veintidós años (lo que, dicho sea de paso, me hizo dar gracias a todas las mujeres del mundo por no haber permitido que un servidor arruinase su juventud de tan lamentable manera), se mostraban del todo incapaces de poner coto a los excesos operísticos de su vástago, y sus intentos se iban haciendo cada vez más torpes y patéticos a medida que el dedo acusador de la muchedumbre señalaba más directamente a sus rostros, cuyo color fue enrojeciendo hasta alcanzar la tonalidad de un pimiento choricero, factor que no contribuía (más bien al contrario) a que el público cambiase de víctimas.
La situación amenazaba con eternizarse. Nadie conseguía dar con un método eficaz, y no tipificado en el Código Penal, para que aquella criatura callara de una vez. Una obesa cuarentona se acercó al carrito con una sonrisa tan amplia como falsa y esa seguridad propia de quienes creen dominar el terreno que pisan pero, tras un par de infructuosas intentonas, abandonó contrariada el lugar al comprobar que el niño no sólo no había cesado en sus chillidos, sino que éstos parecían incluso haber subido de tono. Yo, que siento por los niños tan poca simpatía como por el resto de animales que no se encuentran en peligro de extinción, empezaba a pensar que los padres de la criatura acabarían por huir a la carrera de aquella para ellos infausta avenida abandonando a su suerte a aquel pequeño Damien cuando, ante la extrañeza de los presentes, el trompetista de la banda se dirigió al carrito, se inclinó sobre él y se dispuso a tocar. Todos pensamos que el joven músico, harto del diminuto y molesto intruso, había decidido cortar por lo sano y silenciar a la criatura con un par de estruendosos pitidos trompeteros dignos de un Arturo Sandoval desmelenado. Los padres, atónitos, no movieron un músculo, quizá porque preferían esa solución al mal presente.
Quienes prefigurábamos el desastre, es decir, la concurrencia entera, erramos de pleno. El trompetista tocó, a un volumen casi imperceptible, las primeras notas de My one and only love y el niño calló de inmediato y se limitó a observar con graciosos ojillos aquel artilugio para él desconocido.
El resto de la escena fue una especie de cuento de hadas urbano: la gente empezó a aplaudir al músico y las caras de los padres del bebé recuperaron el color habitual en un ser humano de raza aria. La madre de la criatura sonreía aliviada mientras daba las gracias al también sonriente trompetista por haberla sacado del pozo. La sonrisa del presunto padre era más forzada, quizá porque se imaginó dedicando su escaso y monótono tiempo libre al aprendizaje de los secretos de la trompeta para no volver a sufrir en el futuro una experiencia semejante.