CROSSFIRE. 1947. 86´. B/N.
Dirección: Edward Dmytryk; Guión: John Paxton, basado en la novela de Richard Brooks; Dirección de fotografía: J. Roy Hunt; Montaje: Harry Gerstad; Música: Roy Webb; Dirección artística: Albert S. D´Agostino y Alfred Herman; Decorados: Darrell Silvera y John Sturtevant; Producción: Adrian Scott, para RKO Radio Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Robert Young (Finlay); Robert Mitchum (Keeley); Robert Ryan (Montgomery); Gloria Grahame (Ginny); Paul Kelly (El hombre); Sam Levene (Samuels); Jacqueline White (Mary Mitchell); Steve Brodie (Floyd); George Cooper (Mitchell); Richard Benedict, William PhippsLex Barker.
Sinopsis: Un hombre es encontrado asesinado en su apartamento. El detective Finlay investiga el crimen, centrando sus pesquisas en los soldados recién licenciados del Ejército con quienes el fallecido estuvo de copas durante la noche de autos.
Si hablamos de cine americano, los años 40 fueron, fundamentalmente, los del cine negro. Ya desde los últimos años del mudo se venían realizando films adscribibles al género, que dieron paso en los 30 a la verdadera eclosión del cine de gangsters, por un lado, y también de los grandes autores de novela negra como Chandler o Hammett, cuyas obras alimentaron al mejor cine de la época en Hollywood. Una época convulsa, de desesperanza y pobreza para muchos, de guerras, de paranoia colectiva y de grandes preguntas para casi todos, en la que el género negro, ideal para mostrar los vicios y la corrupción individual y social, encajaba a la perfección. Una de las brillantes plumas que se adentró en la novela criminal fue la del luego gran cineasta Richard Brooks, autor de la obra que dio origen a esta película. En ella, el autor utilizaba una trama policial para denunciar la homofobia, tema que la censura cinematográfica de entonces no iba a dejar pasar, por lo que, donde en el libro decía homofobia, en el film dice racismo. La trama novelística resulta más consistente, pero no puede decirse que en este caso el destrozo causado por la censura sea excesivo.
Edward Dmytryk, por entonces un joven director cuyas ideas progresistas le auguraban los problemas con el Comité de Actividades Antiamericanas que finalmente tuvo, había dirigido una película negra más que notable, Historia de un detective, y, de nuevo a las órdenes de la RKO, acometió este proyecto de acuerdo a los cánones: presupuesto austero, especial énfasis en la creación de atmósferas turbias, interiores opresivos, acabado visual con marcadas influencias del expresionismo alemán (desde los primeros planos, que muestran las sombras de un hombre que está apalizando a otro, y de su víctima) y reparto formado por secundarios solventes y proyectos de jóvenes estrellas. Con estas premisas, Dmytryk crea una obra que, sin llegar a ser una de las mejores del género, sí demuestra que por entonces los estándares de calidad estaban bastante altos.
¿Qué puede llevar a un hombre a apalizar a otro, a quien ni siquiera conocía apenas unas horas antes, hasta darle muerte? Como bien dice el veterano, y por ello escéptico, policía Finlay, el móvil, más que buscarlo en la víctima, hay que encontrarlo en el asesino, alguien capaz de odiar sin límite a los demás sólo por ser lo que son. El soldado Mitchell, sobre quien recaen todas las sospechas, no parece en absoluto un hombre de esa clase, sino un falso culpable. La labor de Finlay consiste en averiguar si, en efecto, Mitchell es tan inocente como dicen todos los que le conocen y, en ese caso, quién es el asesino del judío Samuels, cuyo único crimen fue coincidir en un bar y compartir copas con la gente equivocada, en este caso unos soldados recién licenciados al acabar la Segunda Guerra Mundial que, una vez desmovilizados, se mueven entre la desesperación, el escepticismo y el odio. Después de una noche de borrachera con trágico resultado, cada uno de ellos da muestras de su verdadero carácter.
La película, en la que la identidad del asesino resulta previsible e interesa más por la manera de atraparlo, está bien construida, aprovecha con estilo los elementos de interés de que dispone y, pese a lo espartano de la producción, deja poso de obra lograda. La puesta en escena es más que correcta, y Dmytryk demuestra que, por su forma de componer los planos y de utilizar los claroscuros, es un buen alumno de maestros como Lang. Fuera de ello, no hay ningún aspecto que sobresalga en especial, excepto el interpretativo, en el cual tenemos a un joven Robert Mitchum en plena posesión de ese gran talento vestido de indolencia que le hizo famoso y que explotó a los pocos meses en todo un clásico como Retorno al pasado, a un Robert Ryan espléndido, en la que quizá sea la primera muestra de su encanto ante la pantalla, y a otro Robert, Young, que en la piel del policía Finlay hace una de las mejores actuaciones de su carrera. Además, tenemos a una joven (pero ya de armas tomar) Gloria Grahame, y a unos buenos secundarios como el duro Paul Kelly o un George Cooper que interpreta con tino al primer y principal sospechoso del crimen, el sensible y atormentado cabo Mitchell. Gracias al buen hacer de sus actores, y al inteligente desarrollo de una trama ya de por sí muy prometedora, la película, ejemplo de concisión narrativa, se convierte en una obra de visionado obligatorio para quienes saben apreciar el buen cine negro de la época dorada del género, valga la paradoja cromática.
Encrucijada de odios puede verse como un alegato contra el antisemitismo, que lo es, pero yo iría más allá: es una película que habla de la infinita capacidad del ser humano para despreciar, en ocasiones hasta la pura cosificación (que es el primer e imprescindible paso para la eliminación física), al diferente, al que no es como nosotros, los buenos y los justos. Es una lástima, pero en lo temático esta notable película no ha envejecido nada.