Los músicos son una raza especial, aunque sólo sea porque utilizan el único idioma que une en lugar de separar. Por eso, cuando unos cuantos de los buenos se juntan sobre un escenario, nunca está de más dejarse caer por el lugar, a ver qué ocurre. Y anoche, sobre las tablas del Jamboree, hubo un terremoto. Los causantes del seísmo, que no fue de los que causan víctimas sino de los que traen alegría, fueron dos sevillanos, un catalán y un mexicano de Tijuana, quienes por segunda vez visitaban el sótano de la Plaça Reial para presentar un proyecto que nació para rendir homenaje a un hombre, Mario Pacheco, que merece la gloria eterna por su contribución a la música de este país. Él fue quien empujó las carreras discográficas de Diego Amador, el benjamín de una saga prodigiosa, un músico total que en el escenario parece capaz de hacerlo todo, y todo bien, y de Llibert Fortuny, un saxofonista catalán dotado de dos de las principales virtudes que puede tener un músico: talento y curiosidad. De la unión de ambas personalidades podía esperarse una propuesta arriesgada, poliestilística y llena de ritmo, y lo que se nos ofreció fue todo eso y algo más, ese algo que es lo que uno va a buscar a los conciertos: alma, magia, músicos que disfrutan y hacen disfrutar.
Si digo que el repertorio fue lo de menos sé que corro el riesgo de ser malinterpretado, pero siempre he tenido claro que, aún más importante que lo que se toca, es cómo se toca. Por lo general, y con excepciones (Jamie Cullum es una de ellas) los músicos de hoy en día suelen afrontar las actuaciones teniendo muy claro lo que van a tocar, pero lo que yo prefiero (de ahí mi querencia por los clubs y locales pequeños) es que los músicos se suelten y toquen lo que les dé le gana. Si sobre el escenario hay calidad y ganas, inevitablemente la platea se contagia y el ambiente coge el tono de las noches memorables. Ante la práctica ausencia de un cancionero común, Amador (líder de un trío potentísimo) y Fortuny saltan sin red y caminan entre la bulería y el hard bop, experimentando, con la ayuda de Macs, pedales y gadgets diversos (Fortuny hizo varias veces uso del EWI, ese instrumento popularizado por el genial y tristemente fallecido Michael Brecker), con todo tipo de sonidos y texturas, que les llevaban desde Camarón a Stan Getz pasando por Weather Report, hasta llegar a un fin de fiesta en el que, con Aurelio Santos escracheando sobre el escenario, la cosa llegó hasta el hip hop. Amador, cuya voz me recuerda a la de Blas Córdoba, lleva el flamenco en las venas, pero no le importa meterse en los jardines que hagan falta, tocar el Moog, ser lírico o percusivo al piano acústico, o coger dos baquetas y tocar sus cuerdas como si fuera un vibráfono. Fortuny, de sonido moderno y musculoso, le sigue y le retroalimenta, Jesús Garrido es el hombre tranquilo sobre cuyos cimientos los otros vuelan (aunque a veces se contagió de la fiebre reinante y demostró, por ejemplo, que su dedo pulgar no es moco de pavo), y el batería, Israel Varela, es un fuera de serie que no desmerece en lo más mínimo a su ilustre colega y compatriota Antonio Sánchez. Lo del de Tijuana fue un espectáculo en sí mismo, una superlativa demostración de cómo tocar la batería que dejó absolutamente boquiabiertos a todos los que, hasta ayer, no le conocíamos. Pedazo de banda, que el público disfruta (y los técnicos de sonido sufren, por lo que su despliegue les exige), y que, a mi entender, es la mejor noticia que ha dado la música española en años. Es de esperar que esta banda permanezca, grabe, siga creciendo y alcance el lugar al que está destinada: los grandes festivales, los mejores escenarios del mundo. Lo que yo vi anoche por fuerza ha de gustar en Europa, en América, en Japón y en Australia. Créanme, no exagero. Es que son buenos de cojones.
En el estudio, Amador y Cía ya hacen estas cosas…
Y sobre el escenario, estas otras: