Después de dos años y medio de guerra civil, tras los que uno (y la comunidad internacional en pleno, me permito añadir) sigue sin tener claro quiénes son los malos y quiénes los peores, parece que Estados Unidos se dispone a realizar un ataque relámpago en Siria. Los contras no son pocos, incluso en el supuesto de que la ofensiva sea exitosa: a ella se oponen Rusia, China y, lo que es más importante, la Liga Árabe; supone agitar aún más un avispero en plena ebullición, al provocar la reacción de Irán, principal aliado del régimen de Damasco, lo que de rebote compromete a Israel; y, por si esto fuera poco, contribuye a sumar una nueva y estratégica pieza al cúmulo de desastres surgidos tras la muy esperanzadora primavera árabe, que hasta el momento sólo ha producido, allá donde cayeron las tiranías corruptas, economías más débiles y absoluta inestabilidad política, es decir, el mejor caldo de cultivo para el terrorismo. Por ello, cualquier ofensiva que tenga otro objetivo que la destrucción de los lugares que albergan los arsenales de armas químicas existentes en Siria me parece un nuevo error estratégico de un país empeñado en ser la policía del mundo, pero cuyas acciones, en la práctica, pocas veces provocan otra cosa que un aumento de la inseguridad a nivel local y global.