THE BOYS FROM BRAZIL. 1978. 125´. Color.
Dirección: Franklin J. Schaffner; Guión: Heywood Gould, basado en la novela de Ira Levin; Dirección de fotografía: Henri Decae; Montaje: Robert Swink; Música: Jerry Goldsmith; Dirección artística: Peter Lamont; Diseño de producción: Gil Parrondo; Producción: Stanley O´Toole y Martin Richards, para Sir Lew Grade-Producer Circle Production-ITC Entertainment (EE.UU.).
Intérpretes: Gregory Peck (Dr. Josef Mengele); Laurence Olivier (Ezra Lieberman); James Mason (Eduard Seibert); Lilli Palmer (Esther Lieberman); Uta Hagen (Frieda Maloney); Steve Guttenberg (Barry Kohler); Denholm Elliott (Sydney Benyon); Rosemary Harris (Mrs. Doring); John Dehner (Henry Wheelock); John Rubinstein (David Bennett); Bruno Ganz (Profesor Bruckner); Michael Gough (Mr. Harrington); Jeremy Black, Anne Meara, Walter Gottell, Wolfgang Preiss, David Hurst, Guy Dumont, Günter Meisner.
Sinopsis: Un viejo cazanazis descubre que en Sudamérica se refugia el doctor Mengele, uno de los símbolos del horror de los campos de exterminio, que continúa con sus experimentos e intenta con ellos ayudar al resurgimiento del Tercer Reich.
Un lustro después de su última película importante, Franklin J. Schaffner se embarcó en la adaptación de otro libro superventas, Los niños del Brasil, de Ira Levin. Los fantasmas del nazismo y los riesgos que entraña la clonación humana se unen en este thriller narrado con buen pulso y donde, como en el resto de obras mayores de su director, reflexión y entretenimiento caminan unidos.
Todo comienza en Paraguay, donde se refugia uno de los más abyectos criminales nazis, el doctor Josef Mengele, El ángel de la muerte. Este asesino, cuyos aberrantes experimentos en Auschwitz figuran entre los más horribles que la mente humana ha sido capaz de idear, vive bajo la protección de diversas dictaduras sudamericanas y de organizaciones nazis, a la vez que continúa con sus investigaciones. La más avanzada de ellas supondrá, según su creador, conseguir la supremacía definitiva de la raza aria, y para su elaboración ha necesitado veinte años y varios millones de dólares. Un joven activista judío, que sigue las actividades de diversos criminales alemanes en Sudamérica, obtiene información sobre los preparativos del proyecto y se la hace llegar a Ezra Lieberman, un veterano cazanazis que vive en Viena. Éste, en un principio, se muestra escéptico ante el descubrimiento, pero cuando su informante desaparece empieza a pensar que en América del Sur se está preparando algo muy serio, cuyo primer requisito consiste en que noventa y cuatro funcionarios de 65 años, repartidos entre diversos países, sean asesinados en un plazo máximo de dos años y medio. Estos funcionarios, todos ellos casados con mujeres que apenas superan los cuarenta años de edad y con un único hijo, deben morir si se quiere que la misión tenga éxito. Para ello, se pone a disposición de Mengele un puñado de asesinos, que empiezan a cumplir con germánica precisión con el plan previsto. Para tratar de averiguar qué pretenden conseguir los nostálgicos del Tercer Reich, Lieberman visita a las viudas de los primeros funcionarios muertos, y descubre que sus hijos son idénticos.
Un criminal sanguinario escondido bajo el noble título de Doctor, y un obstinado cazanazis, a quien más de tres décadas después del final de la guerra apenas nadie hace caso, enfrentados en una trama ágil, bien narrada, que tiene lugar en multitud de escenarios (y acaba en uno muy oportunamente llamado New Providence) y nunca desfallece, que nos dice que las cenizas del fanatismo pueden resurgir en cualquier momento y lugar, y que los avances científicos, que en mi opinión constituyen la única esperanza de un futuro mejor para la especie humana, pueden convertirse en su mayor enemigo dependiendo de qué mentes los ejecuten o se apropien de sus hallazgos. Los medios utilizados en esta película no son, desde luego, tan cuantiosos como los que se adivinaban en anteriores grandes producciones dirigidas por Schaffner, pero el buen hacer de éste, y de técnicos tan cualificados como el fotógrafo francés Henri Decae o el escenógrafo español Gil Parrondo, consigue que el film luzca en pantalla, con grandes momentos como la aparición, en plena noche, de un Mengele vestido de blanco, o el interrogatorio en prisión a Frieda Maloney. Schaffner dirigió al menos cinco películas de alto nivel, y Los niños del Brasil es, cronológicamente, la última de ellas, convertida hoy, junto a la novela en que se basa, en una obra ineludible a la hora de hablar de los peligros de la ciencia sin ética. Con la buena técnica y la eficiencia adquiridas en sus años de formación televisiva, y una buena historia (aunque aquí el guión no llegue allá donde la novela hubiera permitido hacerlo), Schaffner era capaz de grandes cosas, y aquí vuelve a demostrarlo, igual que su compositor habitual, Jerry Goldsmith, acredita que en aquellos años vivía momentos dulces en lo que a inspiración se refiere.
Uno de los rasgos curiosos del film reside en los actores que dan vida a la pareja protagonista: Gregory Peck, tantas veces héroe y modelo de integridad, es aquí ni más ni menos que Josef Mengele. Alguna vez he escrito que Peck no suele convencerme cuando cambia de registro y aborda personajes inquietantes o perversos, pero aquí me resulta muy creíble interpretando a un malo absoluto, sin matices ni medias tintas. Su porte soberbio, su voz de hielo y su mirada de odio nos dan una clara idea de la clase de individuo que fue Josef Mengele. En cambio, Laurence Olivier, que poco antes había bordado un personaje (el Szell de Marathon man), con notables similaridades con el siniestro doctor, es aquí Lieberman, aunque casi sería mejor decir Wiesenthal. He leído por ahí que Sir Laurence está sobreactuado, y discrepo. Comparado con ciertas performances de Nicholson, De Niro, Hoffman o Penn, por citar a cuatro grandes actores, Olivier está hasta contenido. El excelente actor inglés demuestra su habilidad con los acentos y logra que su personaje despierte la necesaria simpatía en el espectador, y que éste vea que le mueve el afán de justicia, no la simple venganza. El resto del reparto interviene en roles mucho más episódicos, lo cual se me antoja un desperdicio en el caso de James Mason, uno de los grandes actores de la historia del cine, o de Denholm Elliott. Mason sí dispone de alguna escena en la que poder lucir su inmenso talento, pero me sabe a poco. Destaco la poderosa aparición de Uta Hagen, la buena actuación de Lilli Palmer y las apariciones de Michael Gough y de Bruno Ganz, actor que años más tarde encontró el papel de su vida en la piel de… Adolf Hitler.
Muy buena película, de esas que, por lo que cuentan y por cómo lo cuentan, uno no se cansa de ver, que fue de las primeras en abordar un dilema ético de rabiosa actualidad en plenos inicios del siglo XXI, y que lo hace mediante el buen cine, un bien escaso en las películas de tesis puestas en manos menos diestras que las de Franklin J. Schaffner.