A CLOCKWORK ORANGE. 1971. 137´. Color.
Dirección: Stanley Kubrick; Guión: Stanley Kubrick, basado en la novela de Anthony Burgess; Dirección de fotografía: John Alcott; Montaje: Bill Butler; Música: Ludwig Van Beethoven, Giaocchino Rossini, Walter Carlos, etc.; Diseño de producción: John Barry; Dirección artística: Russell Hagg y Peter Sheilds; Vestuario: Milena Canonero; Producción: Stanley Kubrick, para Warner Bros. (Gran Bretaña).
Intérpretes: Malcolm McDowell (Alex DeLarge); Patrick Magee (Mr. Alexander, el escritor); Michael Bates (Jefe de los guardias de la prisión); Warren Clarke (Dim); John Clive (Actor); Adrienne Corri (Mrs. Alexander); Carl Duering (Dr. Brodsky); Paul Farrell (Vagabundo); Clive Francis (Inquilino); Michael Gover (Alcaide); Miriam Karlin (Dueña de la residencia); James Marcus (Georgie); Aubrey Morris (Deltoid); Godfrey Quigley (Párroco de la prisión); Sheila Raynor, Philip Stone (Padres de Alex); Anthony Sharpe (Ministro del Interior); Madge Ryan, John Savident, Pauline Taylor, Margaret Tyzack, Steven Berkoff, Lindsay Campbell, Michael Tarn, David Prowse.
Sinopsis: Gran Bretaña, en un futuro indeterminado: Alex es un joven cuyas dos grandes pasiones son la ultraviolencia y la música de Beethoven. Lidera una pandilla de jóvenes delincuentes que siembra el terror por donde pasa, hasta que Alex es detenido y escogido como conejillo de Indias para experimentar una técnica moderna que anula los impulsos criminales del individuo.
Después de haber asombrado al mundo con 2001, Stanley Kubrick, fiel a sí mismo, se planteó con su siguiente película un más difícil todavía en el que también iba a hablarnos del futuro, sólo que de un modo algo diferente. Escogió una novela de culto, La naranja mecánica, de Anthony Burgess, y escribió un guión que era una adaptación casi literal de un libro no precisamente fácil, salvo en un significativo detalle: el capítulo final de la novela de Burgess, que fue eliminado de la edición estadounidense por la editorial que adquirió los derechos de publicación en aquel país, fue también obviado por Kubrick en el film. Sabia elección, como veremos más adelante.
Siempre preocupado por las grandes cuestiones, Kubrick eligió la novela de Burgess como pretexto para hablarnos del Mal. Poco queda del cineasta humanista que dirigió Senderos de gloria; La Naranja Mecánica es una de las películas más misantrópas y nihilistas que se han rodado jamás, pura distopía llena de desesperanza. Vuelve el Kubrick de Teléfono rojo, el que nos habla del tremendo cóctel que forman la maldad y la estupidez, aunque ahora lo hace de un modo mucho más crudo, directo y gráfico. El Mal, que está en todos nosotros, que nos mueve y atrae mucho más de lo que queremos reconocer, toma aquí la diabólica forma de Alex, un joven que tiene a una serpiente por mascota, vive en un triste suburbio londinense y por las noches se dedica a practicar su gran pasión, la ultraviolencia. En compañía de los tres miembros de su pandilla, los Drugos, Alex acude a su bar favorito a beber leche plus (apunte sobre un problema tan actual y grave como es el efecto potenciador que sobre la natural inclinación al mal de los seres humanos ejercen las drogas), para después lanzarse a una espiral de violencia que incluye palizas a mendigos, brutales peleas con otras pandillas, desmanes diversos en la carretera y asaltos a domicilios con el mayor de los ensañamientos. Pero en uno de esos asaltos a Alex se le va la mano y, traicionado por unos compañeros hartos de un liderazgo basado exclusivamente en el miedo, es detenido y condenado a catorce años de prisión por asesinato. Una vez encarcelado, Alex descubre la existencia del Método Ludovico, un tratamiento impulsado por un nuevo Gobierno necesitado de éxitos en la lucha contra la criminalidad, que, tras sólo dos semanas de terapia, garantiza que cualquier peligroso delincuente puede ser devuelto a las calles manso como un corderito e incapaz de hacer el mal. Alex se acoge al programa, que consiste en hacer sufrir al individuo un dolor físico tan intenso cuando éste alberga ideas malignas, que acaba por no llevarlas a la práctica para evitar así el padecimiento. Superada la terapia, Alex vuelve a las calles, pero su nueva vida va a ser de todo, menos sencilla.
Dice Leonard Cohen, en uno de sus mejores y más proféticos temas: «He visto el futuro, y es un crimen». Quizá lo compuso después de ver La Naranja Mecánica, una película en la que resulta difícil encontrar un solo personaje que no sea despreciable. Kubrick dibuja un mundo (que igual les suena) clasista, abúlico y gris, pero huye de las excusas: Alex DeLarge no es un ser traumatizado por una infancia terrible y casi obligado socialmente a delinquir, sino un individuo absolutamente malvado que disfruta haciendo el máximo daño posible a quienes tienen la desgracia de cruzarse en su camino. Sus padres son unos modestos trabajadores, su entorno deprimente mucho más que violento… y él es un ser diabólico. Como todos los de su especie, Alex necesita compañía (o, mejor dicho, servidumbre) y la encuentra en tres cazurros de mucho puño y poco seso. En su mundo, lo que se necesita se toma por la fuerza; el sexo consentido es rápido y mecánico, el egocentrismo es total y la moral, inexistente. Este, digamos, podría ser el resumen de la primera parte del film, la que explica las andanzas delictivas de Alex.
No nos engañemos (Kubrick no lo hace): el sistema penal no tiene su fundamento en la reinserción del reo, sino en la venganza contra él por el daño causado. Las cárceles existen para evitar que quienes están dentro se mezclen con los que están fuera y sigan causándoles dolor, así de simple. Todo el mundo sabe que las sociedades más violentas son aquéllas en las que existen mayores desigualdades, pero pocas veces se ataca desde el poder la raíz del problema, pues eso supondría realizar cambios sociales que, obviamente, se oponen a los intereses de quienes están en la cúspide de la pirámide. En la película, el Gobierno no autoriza el uso de nuevas técnicas para combatir el crimen por humanitarismo, sino para ganar votos y vaciar las cárceles de delincuentes comunes… y con ello hacerles sitio a los presos políticos. El libre albedrío del que habla el capellán de la prisión le importa un carajo a todo el mundo: a Alex, porque quiere salir de la cárcel cuanto antes y al precio que sea; al Gobierno, porque, como a todos, le interesa que la gente obedezca, no que piense; y a los ciudadanos, porque es evidente que es mejor vivir al lado de seres inofensivos que estar rodeado de personas capaces de elegir entre el bien y el mal, y que no sólo escogen la segunda opción, sino que disfrutan con ella. Que Alex deje de ser un ser humano propiamente dicho, y se convierta en una especie de autómata eunuco que, cada vez que se sienta inclinado a hacer el mal (o cada vez que escuche a Beethoven, un daño colateral del tratamiento, por así decirlo), experimente terribles dolores que le incapaciten para actuar no sólo es irrelevante, sino que se percibe como un justo castigo por el daño causado, hecho que resultará patente cuando Alex se reintegre en un sociedad que le rechaza una vez reinsertado y aprovechará su indefensión para desquitarse.
A nivel visual, La Naranja Mecánica es una de las experiencias cinematográficas más hipnóticas que existen. Desde el primer plano, ese travelling inverso que, partiendo de la inquietante mirada de Alex, nos enseña ese bar moderno en el que las mesas son maniquíes con la forma de jóvenes abiertas de piernas, Kubrick nos propone un viaje al infierno como tres años antes nos hizo viajar a través de la Historia, con una estética deudora del pop art y la psicodelia, la característica obsesión por los detalles y una frialdad descriptiva que, en las escenas más violentas, resulta estremecedora y, en otros momentos, acentúa el lado grotesco de la narración. El traje de los Drugos (mono obrero blanco, cinturón que hace las veces de protector genital, botas y bombín) causó sensación, aunque lo que más llamó la atención en primera instancia es lo explícito de las escenas de sexo y violencia (una vez más, Kubrick se anticipó a su tiempo), en las que se juega con la velocidad de la proyección para subrayar la furia desatada o la trivialidad del sexo mecánico, escenas que motivaron que la película fuera prohibida en distintos países (entre los que, desde luego, estaba España). En Inglaterra, fue el propio director quien retiró el film de las salas (no volvió a exhibirse hasta 1999) cuando empezaron a proliferar noticias sobre mendigos apalizados por jóvenes pandilleros, hecho que demuestra que el mundo está lleno de idiotas. Kubrick, ya se ha dicho, narra con frialdad, busca la provocación y esconde muy poco, en lo gráfico (el golpe mortal de Alex a la dueña de la residencia de descanso o el detalle en la escena del trío, a lo sumo) y en lo discursivo. No deja títere con cabeza: las víctimas de Alex, empezando por sus padres, no son mucho mejores que él. Quizá más cobardes, quizá más hipócritas o menos sinceras; en algunos casos (el del escritor Alexander) más inteligentes, pero no mucho mejores. La alternativa a la violencia gratuita de Alex es un orden social opresivo y putrefacto, que Kubrick muestra acentuando las maneras ridículas del jefe de los guardianes de la prisión, la tristeza y la suciedad del suburbio en el que vive el protagonista o la camaleónica hipocresía del ministro. Algunos planos (las sombras de los cuatro Drugos que se ciernen sobre el vagabundo en el túnel, la mano de un Alex acuclillado sacando el puñal que oculta su bastón, las tijeras cortando el traje rojo de la esposa del escritor) se quedan grabados en la memoria. La fotografía es realista: son los decorados, el vestuario y la propia narración los que dan a la película ese aire de pesadilla que tiene. Subrayo el acierto de Kubrick al conservar en el guión la extraña jerga que emplean los jóvenes protagonistas, pues remarca la incomunicación intergeneracional y la progresiva deshumanización del lenguaje. Claro que el principal acierto de la película es, seguramente, el empleo de la música, una vuelta de tuerca al utilizado en 2001: los clásicos sintetizados interpretados (o perpetrados, todo es opinable) por Walter/Wendy Carlos, así como sus composiciones originales, son parte fundamental del film, enfatizan su aire alucinógeno y dejan entrever una visión de futuro casi inquietante. Utilizar a Rossini en una violenta pelea entre pandillas rodada como si fuera un ballet, o a Elgar cuando el Poder aparece en escena demuestra una inteligencia digna de envidia, pero lo que me parece brutal es la subversión que el film hace de todo un clásico del optimismo como Singing in the rain. Esta canción, que no aparece en la novela pero sí en dos momentos clave de la película y en los créditos finales, fue al parecer incluida por Kubrick después de escuchar a Malcolm McDowell cantarla durante un ensayo. Sea como sea, el contraste entre el número musical de Gene Kelly en la película que codirigió, y la recreación de Alex dice quizá más sobre lo que es y lo que significa La Naranja Mecánica que todo lo escrito hasta ahora.
Obsesivo repetidor de planos, a Kubrick le interesó siempre muy poco la espontaneidad actoral, más bien la rehuyó siempre. Por eso, los personajes de sus films suelen estar interpretados de una manera que raya el exceso. Al contrario de lo que sucede con otros cineastas menos talentosos que él, los resultados en pantalla suelen ser muy buenos. Malcolm McDowell hizo el papel de su vida (que ha marcado, no siempre positivamente, su muy irregular trayectoria posterior), su interpretación de Alex es soberbia y le dio por sí sola un lugar en la historia del cine. En su película más británica, Kubrick se nutre de actores ingleses tan poco conocidos como enormemente eficaces, muchos de los cuales (Michael Bates, Godfrey Quigley o Warren Clarke) parecen haber sido esculpidos expresamente para interpretar sus papeles. A excepción de la lacrimógena y psicodélica madre de Alex, y de algunas de las doctoras o enfermeras, la gran mayoría de los roles femeninos son muy breves y con una función exclusivamente sexual, en lo que quizá puede entenderse como la venganza de Kubrick por los problemas que tuvo con la censura al dirigir Lolita. Para quienes tienden a confundir ambos términos, nada como ver La Naranja Mecánica: amor, no lo hay en absoluto, pero sexo, hay muchísimo. Pero ni una sola de las escenas de mete-y-saca (que así llama Alex al follar) es gratuita ni prescindible.
He aquí la obra de un genio, de un visionario, una pesadilla filmada utilizando todo el poder de cautivar que pueden tener 24 fotogramas por segundo. Una de las mejores películas que he visto jamás.
Maravilloso, comparto tus ideas.