LOLITA. 1962. 148´. B/N.
Dirección: Stanley Kubrick; Guión: Vladimir Nabokov, basado en su propia novela; Dirección de fotografía: Oswald Morris; Montaje: Anthony Harvey; Música: Nelson Riddle; Dirección artística: Bill Andrews; Producción: James B. Harris, para Metro-Goldwyn-Mayer (EE.UU.).
Intérpretes: James Mason (Humbert Humbert); Shelley Winters (Charlotte Haze); Peter Sellers (Clare Quilty); Sue Lyon (Lolita); Gary Cockrell (Schiller); Jerry Stovin (John Farlow); Diana Decker (Jean Farlow); Lois Maxwell (Enfermera Mary Lore); Cec Linder, Bill Greene, Shirley Douglas, Marianne Stone, Marion Mathie, Colin Maitland, Maxine Holden, John Harrison.
Sinopsis: Humbert Humbert, un culto profesor de mediana edad, se enamora hasta perder la cabeza de una adolescente de catorce años.
Stanley Kubrick nunca rehuyó la polémica y siempre gustó de filmar historias fuertes desde el punto de vista temático, razón por la cual no es de extrañar que, después del éxito de una obra para él tan poco propia como Espartaco (sobre la que se permite algún comentario jocoso en la primera escena de ésta su siguiente película), decidiera dirigir la adaptación al cine de Lolita, la exitosa y polémica obra que había dado fama mundial a Vladimir Nabokov. El propio autor ruso fue el encargado de escribir el guión, si bien el resultado, demasiado largo y con escenas directamente infilmables, fue pulido por el propio director. El guión cinematográfico presenta diversos cambios respecto a la novela, el principal de los cuales aparece justo al principio, pues el film comienza con la escena en la que la historia tiene su desenlace, y los hechos anteriores se nos narran con la forma de un larguísimo flashback, estructura muy del gusto de Kubrick. Hay otro cambio significativo, seguramente provocado por el temor a una censura especialmente atenta a esta película: si en la novela, la edad de Lolita Haze es de doce años, en la película pasa a tener catorce, y es interpretado por una actriz que ya había cumplido los dieciséis. El tercer cambio importante afecta bastante al discurso: Nabokov, en un capítulo de la novela, explicaba con detalle las razones de la atracción que el profesor Humbert Humbert sentía por las nínfulas, que tenía su origen en un traumático episodio vivido durante la adolescencia. Kubrick elimina cualquier alusión a este hecho, no explica la pasión del maduro profesor de literatura. Simplemente, la describe.
Decía Kierkegaard, en aforismo recogido en este mismo blog, que quien se pierde a causa de su pasión, pierde menos que quien pierde la pasión. Tal vez, pero Nabokov y Kubrick construyen un espléndido retrato del primer supuesto, de alguien que se pierde por su pasión. Y ese alguien es Humbert Humbert, un maduro profesor británico de literatura francesa que llega a una pequeña ciudad de los Estados Unidos con la intención de preparar e impartir un curso para el que ha sido contratado. Busca alojamiento en el lugar, y esa búsqueda le lleva hasta el domicilio de Charlotte Haze, una viuda cuarentona que alquila una habitación. Charlotte, una mujer puritana pero consumida por siete años de deseo carnal reprimido, no tarda en hacerle saber al elegante y atildado profesor que está sexualmente disponible para él (memorable la escena en que, por dos veces, roza con sus pechos el antebrazo de Humbert), insinuación que éste acoge con mal disimulada repugnancia. Todo cambia cuando ambos salen al jardín, y en él el profesor ve por primera vez a Lolita, la hija adolescente de Charlotte, una tierna belleza rubia que, despreocupada, está tomando el sol en bikini. Lo que en ese momento siente Humbert se ve en los ojos de James Mason y se lee en la primera frase del libro: «Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas». Cegado por ese fuego, Humbert alquilará la habitación y con ello iniciará un triángulo amoroso en el que existen dos partes débiles: los dos adultos. Charlotte se enamora como una colegiala del profesor, sin ser capaz de percibir su rechazo; Humbert sólo tiene ojos para Lolita, una joven caprichosa que no tarda en ser consciente del inmenso poder que tiene y utilizarlo a su antojo (como dice un viejo blues de Willie Dixon que popularizaron los Doors: «Men don´t know/what the little girls/understand»). Tanto es así, que Charlotte, para quien su hija pasa a ser un obstáculo que dificulta la satisfacción de sus deseos, intenta una y otra vez alejar a la niña de la casa familiar para quedarse a solas con Humbert y obtener lo que quiere. Lo que quiere el profesor es a Lolita, y si para ello tiene que casarse con su madre, que le trata en público como si fuera su pareja, y como tal le lleva a cenas y fiestas (en una de ellas, Humbert conoce a un personaje decisivo en la historia, el dramaturgo Clare Quilty), lo hará. El drama se desencadena cuando Charlotte descubre el diario de Humbert y se da de bruces contra su triste papel en la historia.
Kubrick, un hombre perfeccionista hasta lo irracional, no quedó del todo contento con Lolita, tanto por las concesiones dramáticas que tuvo que hacer para sortear a la censura, como por no estar seguro de haber captado el espíritu de la obra. Para mí, cinematográficamente hablando, la película es una maravilla, una completa disección de la mente de un hombre enamorado hasta lo obsesivo, una obra que narra con exquisita precisión el descenso a los infiernos de un hombre víctima de ese amor desmedido sobre el que escribió San Agustín. Casi siempre, el cine (malo) y la literatura (peor) nos hablan de la conveniencia de liberarnos de nuestras ataduras, de no ser tan racionales y dar rienda suelta a nuestros instintos y sentimientos, pero… ¿qué ocurre cuando esos sentimientos e instintos están muy lejos de lo socialmente aceptable, y además no son correspondidos? Que uno se convierte en Humbert Humbert, un hombre que podría llevar una existencia tranquila y razonablemente (in)feliz en compañía de ciertas señoras maduras e insustanciales con las que tiene no poco gancho, pero que en cambio se convierte en un patético pelele sujeto a los deseos de una adolescente masticadora de chicle. Kubrick nos cuenta todo esto con un detallismo portentoso (ese pintado de uñas), un bello blanco y negro, su habitual, y no por ello menos remarcable, virtuosismo con la cámara (la primera/última escena es un verdadero prodigio), y ciertos toques humorísticos (el baile de Quilty, la escena de la cama plegable) no exentos de mala leche y que le dan aún más pimienta a un conjunto que (y quizás parte de eso haya que agradecérselo a la censura) constituye todo un ejercicio de sutileza, incluso cuando el resultado es expresamente poco sutil (la frase sobre el pastel de cerezas, por ejemplo). En Lolita, y no sólo en lo sexual, es mucho más lo que se sugiere que lo que se ve, es un film que apela a la inteligencia del espectador y que, como el resto de grandes obras de su autor, propone numerosos y variados elementos para la reflexión. No sé si la película captó el espíritu del libro, pero ambos te acompañan mucho tiempo después de haber terminado su última página o visto su último fotograma. Y si bien parte de la magia del libro es intransferible a la pantalla, tampoco la novela tiene esa magnífica fotografía, ese acertado acompañamiento musical o esos intérpretes superlativos (nunca los hubo mejores en otro film de Kubrick). James Mason es el perfecto Humbert Humbert, y este personaje le permite mostrar sus mejores características como actor: su distinción, su elegancia, el misterio de su mirada y su rostro, su voz poderosa y su dicción exquisita, su talento para mostrar el drama sin aspavientos y con la gestualidad justa, su sobriedad incluso en el patetismo, su magnética presencia. Shelley Winters, actriz de enorme talento, borda un personaje difícil y poco agradecido que la sitúa, en distintos niveles, muy cerca del que interpretó en La noche del cazador. Y qué decir de Peter Sellers, un actor genial, quizá el último cómico desternillante (repito, su baile en la fiesta es tremendo), con un talento para la improvisación, los acentos y los disfraces que Kubrick explotó a conciencia. Quilty, en sus diversas formas, es el personaje que marca la película, las escenas que comparte con Humbert son pura magia (la relación entre ambos personajes tiene, salvando las distancias, ciertos parecidos con la que mantienen Mozart y Salieri en Amadeus), y quién mejor que Sellers para dar vida a alguien tan encantador y, al mismo tiempo, tan perverso. Sue Lyon, actriz que poco más ofreció de bueno en el cine, resulta algo inexpresiva, pero esto le viene bien a la película y a su personaje, pues acentúa su notorio carácter simbólico. Todo el film está orquestado alrededor de estos cuatro personajes, y el conjunto es música celestial para los oídos.
En Lolita está la esencia de Kubrick: cine ambicioso, con vocación de trascendencia, basado en obras literarias célebres y controvertidas, y servido con un acabado técnico majestuoso. Obra intemporal y mayúscula, su calidad se impone por encima de cualquier otra valoración.