Nueva píldora. Recomendada para individuos que adoran las películas con final feliz (como Taxi driver o El Hundimiento, por ejemplo).
QUÉ PELIGROSO ES EL CINE
Ser cinéfilo sirve para muchas cosas. Por ejemplo, para saber que uno va a pudrirse en la cárcel si ayuda a quedarse viuda a la rubia sobre la que derrama su semen, que los buenos a veces ganan y que antes de todas las cincuentonas que se visten de niñas ya estuvo Bette Davis en ¿Qué fue de Baby Jane? Pero, como todas las grandes cosas de la vida, el cine también puede ser peligroso. Que se lo pregunten a Esther Salvatierra, sin ir más lejos.
Esther fue una niña más tonta que lista, ni guapa ni fea, dócil o rebelde según la ocasión. Le aburrían los libros, las películas y los niños que no destacaban en gimnasia. Cuando llegó a la adolescencia, le seguían aburriendo los libros, las películas y los chicos que no tenían coche. Perdió la virginidad en el asiento trasero de un Peugeot 205, propiedad de un portero de discoteca llamado Carlos, una semana después de perder también su cuarto empleo como dependienta. Sin más novedades, Esther llegó al final de la veintena tras pasar por once empleos, cuatro novios, quince o veinte discotecas y una noche en el hospital por culpa de una raya mal encajada. En aquellos tiempos, le seguían aburriendo los libros, aunque, eso sí, le encantaban las películas de terror y las de Meg Ryan y Sandra Bullock, actriz a la que copiaba el peinado.
Pero las amigas de Esther empezaron a casarse, y a mirarla con aires de superioridad, y Esther se deprimió. Iba a llegar a los treinta sin saber hacer nada y, lo que es peor, sin haber conseguido nada en la vida. Por suerte para ella, conoció a Miguel, empleado en un taller mecánico, tartamudo y medio calvo, y todo cambió. Mejor dicho, ella cambió, para alivio de sus padres y envidia de sus amigas. Empezó a ahorrar, a hacer planes de futuro, dejó de chatear por el móvil, de trasnochar y de ponerse minifaldas, consiguió mantener un empleo durante más de un año y, al final, convenció a Miguel de que estaban hechos el uno para el otro y él la llevó al altar cuando todavía no se notaba mucho el embarazo.
Siete meses después de la boda nació Jessica, Yesi para su madre. Para entonces, la familia vivía en un piso de Sant Adrià, un séptimo con vistas a la zona deportiva del Español. Con el sueldo de Esther, que ya pesaba once kilos más que antes de casarse, pagaban la hipoteca, y con el de su marido hacían frente al resto de los gastos, aunque fueron los padres de él quienes pagaron el bautizo y la comunión de la chiquilla.
Jessica era una niña rara. No le gustaba jugar con las otras niñas, ni mucho menos con los niños. Hablaba poco, y casi siempre estaba leyendo o mirando por la ventana. Antes de cumplir los siete años se aficionó al cine, y empleaba su tiempo en ver una y otra vez las pocas películas que había por casa, si exceptuamos la colección de filmes de terror de Esther y las cuatro o cinco películas pornográficas que guardaba su marido en el cajón de las facturas. Como todos los niños, Jessica pensó que si esas pelis estaban escondidas era sin duda porque eran buenas, así que hizo cuanto pudo por verlas.
Su madre no tardó mucho en sorprenderla viendo la quinta parte de Pesadilla en Elm Street, y cuando lo hizo, montó un escándalo más que notable cuyas principales consecuencias fueron: que todas las películas para mayores de trece o dieciocho años que había en la casa acabaron en el contenedor de basuras y que Jessica se llevó un castigo ejemplar: una semana sin poder leer más libros que los de la escuela. Miguel pensó que todo aquello era excesivo, pero guardó silencio y tiró sus vídeos X junto con los otros. Finalizada la purga, en la casa no quedaron más de diez o doce películas, entre ellas Mary Poppins, la favorita de Jessica, que solía andar por la casa con un paraguas negro y cantando Supercalifragilisticoespialidoso. A Esther no le parecía mal que su hija viera tantas veces aquella película, era muy buena para los niños, no tenía sexo, tacos o violencia y, de paso, se ahorraba tener que comprarle otras. Pero también Mary Poppins acabó en el contenedor de basuras, al día siguiente de que Jessica saltara por la ventana con un paraguas tratando de volar como Julie Andrews.
He visto llegar el desenlace cuando no era demasiado tarde para evitar que me arrollara. Eres un maestro conteniendo los finales, pero te delata tu afición a las tragedias… Y tu desprecio por las mujeres que con un poco de azúcar te meten la píldora que no quieres tomar.
Siento debilidad por las historias que hablan de derrotas, respeto por la gente que fracasa a su manera y desprecio por quienes lo hacen a la manera de otros. Y tengo un sentido del humor algo cabrón, supongo. La historia está concebida a partir del final, e imagino que eso se nota. El personaje de Esther simboliza a un tipo de mujer que he conocido bastante en mi vida (Santaco, you know), y al que jamás soporté. Las píldoras azucaradas no son lo mío, aunque no me considero un misógino, sino más bien un misántropo.