DR. STRANGELOVE OR: HOW I LEARNED TO STOP WORRYING AND LOVE THE BOMB. 1964. 95´. B/N.
Dirección: Stanley Kubrick; Guión: Stanley Kubrick, Terry Southern y Peter George, basado en la novela Red Alert, de Peter George; Dirección de fotografía: Gilbert Taylor; Montaje: Anthony Harvey; Música: Laurie Johnson; Diseño de producción: Ken Adam; Dirección artística: Peter Murton; Producción: Stanley Kubrick, para Hawk Films-Columbia Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Peter Sellers (Capitán Mandrake/Dr. Strangelove/Merkin Muffley, Presidente de EE.UU.); George C. Scott (General Buck Turgidson); Sterling Hayden (General Jack D. Ripper); Keenan Wynn (Coronel Guano); Slim Pickens (Mayor King Kong); Peter Bull (Embajador ruso); James Earl Jones (Teniente Zogg); Tracy Reed (Señorita Scott); Jack Creley (Staines); Frank Berry, Robert O´Neil, Glenn Beck, Roy Stephens, Shane Rimmer.
Sinopsis: Temeroso de un ataque soviético encaminado a dominar el mundo, el general Ripper activa por su cuenta y riesgo el lanzamiento de misiles estadounidenses hacia la U.R.S.S. Distintos personajes intentan evitar la catástrofe, pues la respuesta soviética conllevaría un holocausto nuclear.
Dice el Principio de Hanlon que no hay que atribuir a la maldad aquello de lo que pueda culparse a la estupidez. Perfecto, pero ¿qué sucedería si ambos rasgos primordiales del ser humano confluyeran en algo tan sensible para la supervivencia de la especie como el control de los arsenales nucleares de las grandes potencias? Sobre esta hipótesis edificó Stanley Kubrick la única (y negrísima) comedia de su carrera, que en principio no iba a serlo. Ni la novela en la que se basa el guión, ni desde luego la temática que se aborda, parecen especialmente indicados para la risa, pero la sola idea de que unas pocas manos pueden acabar de una tacada con la vida en la Tierra es tan desquiciante que casi es mejor tomársela a broma. Y eso es el film de Kubrick, una gigantesca humorada sobre el holocausto nuclear. Una vez más, el cineasta acertó de pleno: es mejor recurrir al sarcasmo (dejar de preocuparse y amar la bomba, dice el subtítulo) para hablar de estas cuestiones; tomárselas en serio sólo puede llevar, en última instancia, a la locura o al suicidio.
Kubrick, como de costumbre, nos hace muchas preguntas en esta película. La principal de ellas es: ¿qué es más terrible, que la humanidad posea armas tan poderosas que su uso supondría la aniquilación casi instantánea de hombres y animales, o en qué manos están dichas armas y, por extensión, todos nosotros? La película comienza con una muy kubrickiana voz en off que nos advierte de los rumores alertan de la posibilidad de que la Unión Soviética disponga del arma nuclear definitiva son cada vez más insistentes. En la época en que se rodó el film, poco después de que el mundo estuviera a punto de saltar por las aires con la crisis de los misiles en Cuba, y con la Guerra Fría en su máximo apogeo, la psicosis que existía en los Estados Unidos (y que llegaba a los más altos niveles de poder, como lo prueba la intervención en Vietnam) respecto a un complot comunista cuyo objetivo era gobernar el mundo, era manifiesta. En este contexto, no resultaba muy aberrante aventurar la posibilidad de que un loco general anticomunista, un fanático que cree que la invasión roja se ha iniciado con la fluorización del agua, cerrara a cal y canto la base militar de la que era el máximo responsable y ordenara que los misiles nucleares que en ella se almacenaban fueran lanzados contra sus objetivos en la Unión Soviética. El general Jack D. Ripper (el humor de Kubrick no es nada sutil, queda claro) cree, no sin cierta psicopática coherencia, que una vez lanzado el ataque, y ante el temor de una contundente respuesta soviética, los altos mandos del Pentágono decidirán emprender una ofensiva nuclear total contra la U.R.S.S., que no dudan resultará victoriosa. La incógnita es saber si un flemático oficial inglés, que es la mano derecha de Ripper en la base, o el bienintencionado, pero rehén de las hienas de uniforme, presidente de los Estados Unidos conseguirán detener a tiempo la ruta destructora de esos aviones B-52 que se dirigen hacia territorio ruso con su carga mortífera a cuestas. En mitad del caos, dos personajes relevantes: el general Turgidson, otro fanático anticomunista, símbolo de los mandamases del Pentágono, cuya secretaria y amante le telefonea cuando se está debatiendo el futuro del mundo en la Sala de Guerra, y el Doctor Strangelove, un físico alemán de pasado nazi, cerebro privilegiado y cuerpo postrado en una silla de ruedas.
La película tiene momentos hilarantes: los monólogos de Ripper sobre nuestros sagrados fluidos corporales, la pelea en la Sala de Guerra entre Turgidson y el embajador ruso, la conversación telefónica entre los presidentes de las dos superpotencias (el soviético, por cierto, es un borracho y un putero), la escena de la cabina y la máquina de refrescos con Mandrake y Guano, y, sobre todo, la imagen de Slim Pickens cabalgando un misil y la increíble performance final del Doctor Strangelove, cuya frase final («Mein Führer, I can walk!») ha pasado a la historia del cine. Como todo este feroz retrato del absurdo en el que cada ser humano se mueve cada día de su vida. Teléfono rojo es una comedia que da miedo, una parodia que da risa, el despropósito más lúcido que se ha rodado desde Sopa de ganso, la versión pasada de vueltas de Senderos de gloria. No hay humanismo (la especie no lo merece), sino burla, un retrato inmisericorde de unos seres en su mayoría malvados y estúpidos… en cuyas manos, volviendo al principio, estamos todos. Resulta especialmente significativo que todo acabe con los mismos que lo han jodido todo planeando la vida después del holocausto nuclear… y jodiéndola de antemano, para alegría de ese brazo derecho del Doctor Strangelove que posee una interesante vida propia.
Kubrick, como siempre, se luce: exquisitos movimientos de cámara, muy buenos planos aéreos y efectos especiales, acierto en la alternancia de escenarios (es de destacar que, en la misma medida que crece la tensión, lo hace también el absurdo), rodaje casi documental de las escenas de combate… destacar la labor de Ken Adams en el diseño de la Sala de Guerra, la brillante fotografía (que Kubrick, que no volvió a rodar en blanco y negro, quiso que tuviera el brillo de los films de la Metro) y, por supuesto, ese tema musical que acompaña los últimos planos de la película (We´ll meet again).
El director se rodeó de grandes actores y les dejó que improvisaran a su gusto, incluso que sobreactuaran, para acentuar el tono absurdo de la película. El resultado de este método es espectacular en el caso de Peter Sellers, que luce como nunca en su triple papel (el tranquilo Mandrake, el solemne y a la vez ridículo Presidente, el brillante y retorcido Strangelove) y llega al cénit interpretativo de su carrera. Consigue, entre otras cosas, que un personaje al que ni se ve ni se le oye (el Premier ruso) resulte tremendamente gracioso. George C. Scott, que confesó que Kubrick le animaba durante el rodaje a exagerar su gestualidad, estaba orgulloso de su interpretación de Turgidson, y no le faltan motivos. Sterling Hayden resulta un militar psicópata de lo más convincente, y las actuaciones de Slim Pickens (símbolo y a la vez parodia del típico americano medio) y Keenan Wynn, éste en un papel mucho más breve, son también dignas de ser destacadas.
Palabras mayores en la historia del cine, la obra de un genio en estado de gracia. La demostración de que la guerra es una cosa demasiado seria como para dejarla en manos de políticos y militares. De que todos pendemos de un hilo y de que, ante semejante sinsentido, lo mejor, sin perder la perspectiva ni dejarse el cerebro por el camino, es tomárselo a broma.