La píldora de enero. Muy recomendada para quienes padecen la enfermedad de la duda.
MUEBLES
First you say you do/and then you don´t/And then you say you will/and then you won´t/ You´re undecided now/So what are you gonna do?
S. ROBINS-C. SHAVERS, Undecided
A sus treinta y muchos años, Ana tenía, entre otras cosas, un empleo de funcionaria, una figura todavía respetable, una fecha de nacimiento que podría haberla convertido en la reina del culto al demonio y un piso nuevo que había que amueblar. A esta labor consagró no menos de tres tardes a la semana durante varios meses, con escasos resultados. Visitó las tiendas de su barrio, peinó las de la zona alta, recorrió todos los centros comerciales de la provincia, estuvo a punto de montar una tienda de campaña en la puerta de IKEA e incluso investigó en varios guetos en busca de tesoros escondidos, pero al llegar el verano sólo había conseguido una mesita de noche, la mirada cómplice de los dependientes de las tiendas y una creciente montaña de catálogos agolpada en lo que un día habría de ser el salón-comedor de su casa. Centenares de muebles de todas las formas, tamaños y colores pasaban delante de sus ojos, pero ella era incapaz de decidirse: unos eran demasiado grandes, otros demasiado pequeños, la mayoría demasiado caros, unos pocos demasiado baratos, algunos no combinaban bien con nada y otros no combinaban bien entre sí. Al menos, ahora que empezaba a apretar el calor no había que tener prisa. A fin de cuentas, tampoco se dormía mal en el suelo y pronto empezaban las rebajas.
Llegaron las rebajas, y se acercaban también las vacaciones, pero el tema muebles seguía como al principio, o quizá peor: un ropero que por fin había resuelto comprar estaba ya en el dormitorio de una pareja menos indecisa. Tras el fracaso, Ana regresó a casa con un cabreo monumental y, como Scarlett O´Hara, puso a Dios por testigo de que al día siguiente volvería a casa con todos los muebles comprados.
Pero al día siguiente, una vez más, regresó a casa de vacío. “Mañana, mañana”, se decía, pero ni ella misma daba crédito a sus palabras. Aquella noche apenas pudo dormir, en parte, qué casualidad, porque al parecer unos vecinos estaban cambiando los muebles y no encontraron otro momento para hacer el traslado. Tras un par de horas de sueño, sonó el despertador, Ana se duchó, desayunó a la carrera, buscó entre sus bolsas de ropa un vestido ligero (“ligerísimo”, pensó, “los salidos de la oficina van a pasarse el día mirándome el culo”) y, cuando se dispuso a salir, encontró su puerta totalmente bloqueada por unos cuantos armarios de distintos colores.
– Buenas –dijo el más alto de ellos, un ropero de casi dos metros-. Como portavoz del Comité de Muebles Almacenados, le comunico que, vista su manifiesta incapacidad para amueblar ésta su morada, hemos perdido la paciencia y llegado al acuerdo de bloquearle la salida hasta que proceda a realizar la compra de algunos de nosotros.
– ¡Coño, un armario que habla! – dijo Ana.
– Me está oyendo, ¿no? Siguiente pregunta.
– Pero yo tengo que ir a trabajar…
– En ese caso, ya sabe lo que tiene que hacer.
– Oigan, déjenme salir y les prometo que esta tarde compraré todos los muebles que necesito.
– Un respeto, señora…
– Señorita, si no le importa.
– Bueno, pues un respeto, señorita, que somos muebles pero no idiotas. ¿Por qué vamos a creerla?
– Les doy mi palabra.
– Lo siento, llevamos demasiado tiempo en las tiendas como para creer que la palabra de un humano vale algo. Compre, o no podrá salir, es nuestra última oferta.
– Déjenme pensar… es que así, tan de golpe…
– Piense cuanto quiera, pero se quedará aquí hasta que no le quede un solo mueble por comprar.
Ana tuvo que telefonear al trabajo y decir que estaba enferma, pero no hizo nada más en todo el día, excepto comerse un par de yogures y un trozo de queso Emmental y soltarle el mismo cuento de la enfermedad a un par de amigas que la llamaron para ir a bailar.
* * * *
Pasaron tres días, Ana continuaba sin comprar y los muebles bloqueaban su puerta. Ella intentó no menos de diez veces acabar con aquel increíble asunto, pero a la hora de la verdad algo la paralizaba y la impedía cumplir con las condiciones de sus secuestradores. Telefoneó al servicio de retirada de muebles del ayuntamiento, pero nadie acudió en su ayuda. Tampoco apareció el representante de la mutua, que anunció su visita hasta en cuatro ocasiones (las únicas cuatro llamadas recibidas después del primer día de encierro) para averiguar si la enfermedad de Ana tenía algo de cierto. Por supuesto, ella no le hubiera contado a nadie el verdadero motivo de su encierro, ya que era preferible que el resto del mundo creyera que estaba enferma y no loca de remate. Incluso llegó a pensar en atar unas sábanas y deslizarse por ellas hacia la calle, pero vivía en un quinto piso y esas cosas sólo salen bien en las películas. Por entonces, la nevera estaba casi vacía (sólo le quedaban algunos refrescos y media docena de canelones en el congelador) y Ana se había bebido las dos botellas de licor que guardaba para las visitas y para sus momentos de depresión, pero tampoco el alcohol le había dado el valor suficiente para abrir la puerta y comprar los muebles. Su todavía respetable figura amenazaba con convertirse en esquelética, el hambre y los nervios no la dejaban dormir, ni leer, ni pensar, y los muebles seguían allí, bloqueando su única salida al exterior, y parecían dispuestos a dejarla morir si no accedía a sus pretensiones…
A la mañana siguiente, Ana se armó de coraje y abrió la puerta, decidida a comprar los muebles que hiciera falta para poder salir de allí. Sí, ya no había vuelta atrás, cualquiera de ellos serviría, pero…¿por cuáles decidirse?