Pues eso. Absténganse de leerla quienes piensen que conocer la obra del marqués de Sade no es útil en la vida diaria.
PERFUME NATURAL
Que a tus amigos les guste follar de vez en cuando es la cosa más natural del mundo. El problema surge cuando uno de ellos se encapricha de un espécimen que sale de fiesta acompañado por un regimiento de jovencitas y tu amigo, como es obvio, necesita refuerzos para no morir aplastado entre tanto cromosoma extraño. Entonces uno, más por hambre que por solidaridad masculina, acepta hacer de animal de compañía e intenta interpretar su rol secundario de la manera más digna posible.
Esto, que nos ha ocurrido a todos, le sucedió hace escasos meses a Teo de la Cruz, periodista en paro, veintinueve años, metro ochenta, delgado, gafas a lo John Lennon, fan de Tarantino y Frank Miller y cliente VIP de Beefeater. Teo, que llevaba siete años escribiendo el guión de un documental, para poder hablar de algo con sus amigos intelectuales, pero que siempre encontraba una excusa para no terminarlo, recibió un sábado la llamada de su colega Jaume proponiéndole el plan, aceptó formar parte de él de inmediato (le divirtió la idea de interpretar a Patán mientras su viejo amigo se ponía en el insigne pellejo de Pierre Nodoyuna), buscó en su armario unos pantalones que no estuviesen demasiado rotos, cenó un sándwich de queso y salió a la calle.
Pronto conoció a Paula, la veinteañera pijo-hippie a la que Jaume se quería cepillar, y a sus cinco amigas, la mayor de las cuales debía de tener veintidós años. Teo, que era tímido hasta lo grotesco y además no veía Gran Hermano, se encontró bastante desubicado en aquel grupo, así que se dedicó a su cerveza, a sus cigarrillos y a responder las pocas preguntas que le hacían con frases de menos de cuatro palabras. Al menos, parecía que Jaume progresaba adecuadamente. En el siguiente bar, una de esas tabernas para jovenzuelos en las que las jarras de sangría caen a velocidades supersónicas, empezaron los escarceos, lentos pero al parecer seguros. Teo pidió un Beefeater con naranja porque ya no tenía estómago para sangrías, y, a medida que los vasos se iban vaciando, las muchachas que le acompañaban se iban volviendo más locuaces, tal vez demasiado, aunque tenía su gracia verlas moverse como pavos reales, ajenas a las patas de gallo, las celulitis, las hipotecas a treinta años y los divorcios que habrían de llegar, tan jóvenes, tan arrogantes, tan huecas. Veían la decadencia, el hastío en la cara de Teo y sonreían con la certeza de que eso jamás les ocurriría a ellas. Teo, mientras tanto, bebía y observaba. Al salir de la taberna, comprobó que Jaume no iba mal, pero que aquella noche aún no tocaba polvo. Las chicas, contentísimas en su mayoría, querían ir a una discoteca cercana, y Teo hizo un aparte con su amigo y le dijo que aquél era un gran momento para largarse. Jaume, que aún se negaba a ver lo obvio, quería más tiempo, y Teo tuvo que joderse y entrar en la discoteca. Pidió otro Beefeater con naranja mientras las guitarras de los Ramones destrozaban sus tímpanos y se sentó en un taburete que había junto a la barra. Tres veces vinieron hasta él algunas de las chicas para preguntarle por qué no bailaba, y tres veces respondió él lo mismo, con la boca que porque no le apetecía y con la cara que porque no le salía de los huevos. A pesar del volumen de la música, oyó que una de las chicas calificaba a alguien, que bien podría ser él, de “borracho”, “chulo” y “antipático”. Bien, podía soportarlo, le habían llamado cosas mucho peores, y eso que es a partir de los treinta cuando a la gente le da por decirte las verdades. Esperó. Acabó su ginebra y salió a la pista con aires de Charlton Heston y aspecto de Cantinflas. Se puso justo enfrente de aquella jovencita tan lenguaraz y le dijo:
– Vosotras sois demasiado jóvenes para saber cómo se baila esto.
– Y tú sí lo sabes, ¿verdad?- preguntó la chica, ya muy achispada.
Teo, evidentemente, no tenía ni la más remota idea de cómo se bailaba aquella música para sordos, pero qué carajo, cualquier día es bueno para inventar un baile. Un viejo amigo suyo era todo un experto en la materia, y, ya se sabe, al final todo lo malo se acaba pegando.
– Se trata -contestó- de ponerte enfrente del otro y chocar tu hombro derecho con su hombro izquierdo, y al revés.
La chica mordió el anzuelo. Jaume, desde lejos, pensó que su amigo, tan parado siempre, estaba haciendo aquello como ritual de apareamiento. No era eso. Después de dos canciones, la chica se cansó del baile y fue al lavabo. Cuando regresó, Teo experimentó un extraño placer (más tarde pensó que era preocupante la facilidad que tenía para esa clase de placeres, sólo para esa clase) cuando vio su cara pálida y notó el vómito en su aliento.