LA GRANDE BELLEZZA. 2013. 142´. Color.
Dirección: Paolo Sorrentino; Guión: Paolo Sorrentino y Umberto Contarello, basado en un argumento de Paolo Sorrentino; Dirección de fotografía: Luca Bigazzi; Montaje: Cristiano Travaglioli; Música: Lele Marchitelli; Diseño de producción: Stefania Cellia; Producción: Francesca Cima, Nicola Giuliano y Jérôme Seydoux, para Indigo Film-Medusa Film-Babe Film-Pathé-France 2 Cinéma (Italia-Francia).
Intérpretes: Toni Servillo (Jep Gambardella); Carlo Verdone (Romano); Sabrina Ferilli (Ramona); Carlo Buccirosso (Lello Cava); Iaia Forte (Trumeau); Pamela Villoresi (Viola); Galatea Ranzi (Stefania); Giorgio Pasotti (Stefano); Massimo Popolizio (Alfio Bracco); Serena Grandi (Lorena); Luca Marinelli (Andrea); Giovanna Vignola (Dadina); Giusi Merli (Santa); Anita Kravos (Talia Concept); Franco Graziosi, Sonia Gessner, Ivan Franek, Dario Cantarelli, Luciano Virgilio, Aldo Ralli.
Sinopsis: Jep Gambardella es un sesentón culto y refinado, que escribió una exitosa novela en su juventud y que desde entonces se dedica al periodismo y, sobre todo, a vivir las noches de la alta sociedad romana.
He de empezar esta reseña alabando el valor de Paolo Sorrentino, pues cuando uno hace una película cuyo nada velado referente es ni más ni menos que La dolce vita, lo más lógico es que las dimensiones del más que probable batacazo acaben por disuadir al atrevido realizador. Visto el resultado, he de decir que Sorrentino no es Fellini, aunque juegue a serlo, pero desde luego no se la ha pegado.
La película trata sobre un tipo muy extendido de pobreza: la de espíritu. El universo que describe es el más superficial de todos los posibles, reunido en torno a los dos bienes que en mayor medida poseen los personajes que lo pueblan: dinero y hastío. «Soy rica», contesta una mujer cuando el protagonista le pregunta qué trabajo hace. Sí, es la Roma de la dolce vita, pero después de la devastadora tormenta provocada por el capitalismo salvaje, impregnada de vanidad, puesta hasta las cejas de alcohol y cocaína y entregada a combatir por todos los medios la vejez inexorable. Un universo habitado por viejos que se resisten a serlo, que bailan despreocupados al ritmo de canciones hechas para sus hijos o nietos, que adoran la vacuidad del arte contemporáneo, sea éste hecho por mujeres pretenciosas y falsamente provocadoras o por niñas explotadas, y han elevado a los cirujanos plásticos a la categoría de semidioses. Volviendo a Fellini, buena parte de los personajes que aparecen en la película, más que sacados de La dolce vita, parecen las momias de los protagonistas de I vitelloni elevadas a las cimas del Coliseo.
La gran belleza no tiene un argumento propiamente dicho, más allá de hacernos partícipes de las vivencias y pensamientos de Jep Gambardella, el rey de los mundanos, un escritor de talento dedicado durante décadas a un hedonismo noctámbulo que, en el fondo, no le satisface, pues es consciente de su propia superficialidad y de la de quienes le rodean. Una repentina serie de muertes, todas ellas de personas más jovenes que él, entre las que se incluyen tanto la mujer que fue su primer amor como la que en la actualidad es su compañera, y la marcha de la ciudad de Romano, un amigo dramaturgo, le obligan a reflexionar sobre su existencia. Sin embargo, en Jep hay más cinismo que nostalgia, más pereza que voluntad de redención, más fidelidad al personaje que se ha creado que verdaderos deseos de mejorarlo. Quizá ya sea tarde para eso.
Confieso que durante los primeros minutos de la película me temí lo peor: esa larga fiesta inicial, retratada de un modo tan recargado, en la que los despojos de la Roma más pudiente bailan una versión chunda-chunda de una canción de la Carrá, mientras hablan de nada o se despellejan unos a otros al tiempo que esbozan una falsa sonrisa que afea todavía más sus estiradas caras, me puso más cerca del dolor de cabeza que del interés por lo que estaba viendo. Sin embargo, aunque Sorrentino sigue, a lo largo del metraje, haciendo gala de un barroquismo en la puesta en escena que intenta, y sólo algunas veces consigue, ser felliniano, la película mejora conforme avanza, y el director tiene el mérito de hacer un nada superficial retrato de la superficialidad, de humanizar a unos personajes a quienes, en su gran mayoría, como poco desprecia. Momentos como la discusión entre Jep y Stefania, las conversaciones entre el protagonista y el hombre que estuvo 35 años casado con su primer amor, la lección a Ramona sobre cómo comportarse en los funerales, la escena en el templo del cirujano plástico, la de los aristócratas que esperan junto al teléfono la invitación a una fiesta donde se les pagará sólo por acudir, o la frase que pronuncia Jep mientras él y sus amigos hacen la conga («estos trenes que hacemos nosotros son los mejores de Roma, porque no van a ninguna parte») poseen una fuerza rara de ver. No son los únicos: en la película, hay mucha menos belleza que verdad, y a pesar del susto inicial, y de que el final de Ramona se explica de manera pobre, está muy bien filmada. Fotografía y música son de alto nivel, y por momentos uno recupera ese cine italiano que décadas atrás cautivaba al mundo entero con toda justicia.
Todo el entramado del film se apoya en la excelente interpretación de Toni Servillo, un actor de importante carrera teatral al que hasta ahora sólo había visto en la para mí cinematográficamente decepcionante Gomorra. Él es un perfecto Jep Gambardella, un calavera lleno de lucidez y estilo, y a la vez el astro sobre el que giran el resto de intérpretes, todos los cuales destilan naturalidad y consiguen que la frontera entre actor y personaje se difumine. Con todo, si se quiere entender la película, la visión que en ella se da de la más acaudalada Roma la nuit, uno debe fijarse en Serena Grandi. Mito erótico en los 80, musa de directores como Tinto Brass, esta actriz se despeñó, como tantas otras, en toda esa vorágine que se describe en la película, y tanto su personaje como su misma presencia en la película muestran de la manera más cruel cómo lo bello puede convertirse en patético, y cómo para que eso ocurra sólo se necesita un ingrediente cuya presencia es tan inevitable como mal recibida por quienes ya empiezan a sentir sus huellas: el tiempo. Esto es, en el fondo, La gran belleza, además de un tratado sobre cómo quienes lo tienen todo son capaces de fabricarse su propia infelicidad. Aunque sea disfrazada de fiesta continua. Quien haya leído bien a Jaime Gil de Biedma, entenderá esta película, que no es La dolce vita, pero que quizá sea lo más cercano a ella que puede hacerse hoy en día.