DESERT FURY. 1947. 93´. Color.
Dirección: Lewis Allen; Guión: Robert Rossen, basado en la novela de Ramona Stewart Desert town; Dirección de fotografía: Edward Cronjager y Charles Lang; Montaje: Warren Low; Música: Miklos Rosza; Dirección artística: Perry Ferguson; Decorados: Sam Comer; Vestuario: Edith Head; Producción: Hal B. Wallis, para Paramount Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Lizabeth Scott (Paula Haller); John Hodiak (Eddie Bendix); Burt Lancaster (Tom Hanson); Mary Astor (Fritzi Haller); Wendell Corey (Johnny Ryan); William Harrigan (Juez Berle); James Flavin, Kristine Miller, Jane Novak, Anna Camargo, Ray Teal.
Sinopsis: Paula es una joven de 19 años que abandona el colegio en el que estudia y regresa a Chukawalla, un pequeño pueblo de Nevada donde su madre, Fritzi, regenta el casino y es la persona más poderosa. Al mismo tiempo, Eddie Bendix, un jugador y hombre de mala reputación, se refugia en un rancho cercano al pueblo junto a su secuaz Johnny.
Lo primero, felicitar al desconocido individuo que puso el título español a esta película, el cual es todo un ejercicio de inspiración. Dicho esto, pasaré a analizar esta semidesconocida pieza de cine negro clásico firmada por Lewis Allen, director británico cuya carrera cinematográfica prometía más de lo que luego ofreció, pero que llegó a hacer varias películas muy interesantes, entre ellas esta Desert Fury que, sin llegar a las cumbres del género, sí posee muchos de los elementos que hicieron del cine negro una de las mejores cosas que le sucedieron a Hollywood durante los años 40 y 50.
Fritzi es quien gobierna en la sombra Chukawalla, un pueblo en el que el juez y el sheriff siempre están dispuestos a obedecer sus dictados. No ocurre lo mismo con Paula, su joven hija adolescente, rebelde e incapaz a adaptarse a los elitistas colegios a los que su madre la envía, con la intención de que tenga un futuro más allá de regentar el casino de un pequeño pueblo situado en mitad del desierto. La belleza de Paula llama la atención de Tom, el ayudante del sheriff, en tiempos una figura del rodeo, pero en cuanto la joven conoce a Eddie, un tipo peligroso que tiempo atrás fue sospechoso de la muerte en accidente de tráfico de su esposa y conoció también a Fritzi, se enamora de él.
He aquí una trama típica del cine negro, con su punto folletinesco, que sobresale de la media gracias al notable guión firmado por el luego gran director, y víctima del macarthysmo, Robert Rossen. A través de unos personajes bien definidos y deliberadamente ambiguos, Rossen va tejiendo una nada maniqueísta tela de araña que atrapa al espectador de una forma sutil y paulatina, en un logrado crescendo dramático trufado de sombras del pasado que no chirría ni siquiera en un final muy Código Hays, pues el guionista sabe cuadrar la coherencia narrativa con las obligaciones que imponía el censor. Aborda, además, una cuestión interesante: la de cómo somos capaces de idealizar a algunas personas, en especial a aquellas de las que nos enamoramos. Se agradece que se eviten los estereotipos: no hay una madre bruja, sino protectora, ni unos malvados incapaces de albergar buenos sentimientos, ni unos defensores de la ley íntegros y abnegados. Todo es gris, como la vida misma.
Hay un aspecto en el que Desert fury es una rareza: se trata de cine negro en color, antes de que llegara Ted Turner en los 80. Apuesta estética singular, que no afecta al más que correcto resultado final de la película, pero la hace distinta. Por lo demás, Lewis Allen dirige con pericia, y la presencia de Miklos Rosza en la música es otro factor que ayuda a darle al film un mayor fuste.
Destacar el buen hacer de los actores principales, ninguno de ellos grandes estrellas por aquel entonces, lo que sin duda pudo afectar a la popularidad de la película. Lizabeth Scott, actriz de carrera breve y físico ambiguo e ideal para el género negro, cumple a la perfección como joven rebelde, vulnerable y decidida; John Hodiak, intérprete que sí fue muy prolífico hasta su prematuro fallecimiento, no es Cagney pero sí sabe dar vida a un malhechor interesante, y Mary Astor, la coprotagonista de El halcón maltés, es quizá quien está mejor de todo el reparto, en el papel de una mujer fuerte y hecha a sí misma. Resaltar, cómo no, a un joven Burt Lancaster que ya apuntaba maneras de gran estrella, y a un primerizo Wendell Corey, actor cuya rocosa presencia le convirtió en un secundario de lujo en la época dorada del cine norteamericano.
Desert Fury es una muy recomendable muestra de cine negro de la mejor época, con un buen guión, actores que cumplen con creces y un director que, sin ser muy recordado hoy en día, demostró en esta y en otras películas ser un profesional que sabía muy bien lo que se hacía.