PETER BISKIND, Moteros tranquilos, toros salvajes (Easy riders, raging bulls). Anagrama. 667 páginas.
Érase una vez la última época en la que los tipos con talento gobernaron el barco. En el planeta cine, esto significa retroceder hasta la segunda mitad de los 60, en la que empezaba a surgir una generación de cineastas a la que Billy Wilder, siempre tan mordaz, bautizó como la de los barbudos, y a la que la posteridad ha concedido la etiqueta de Nuevo Hollywood. Peter Biskind, que ha ocupado puestos relevantes en buena parte de las más célebres revistas cinematográficas estadounidenses, y que durante décadas ha tenido la oportunidad de entrevistar a los protagonistas de la historia del cine americano, ha asumido la tarea de explicar lo que ocurrió allí y entonces, y lo ha hecho con afán enciclopédico, prosa ágil y buenas dosis de mala baba.
Todos conocemos la historia: la generación beat, el rock psicodélico, la contracultura, las drogas y el amor libre, la oposición a Vietnam, los asesinatos de las figuras más representativas del progresismo… el cine, por entonces el mayor espectáculo de masas, no podía permanecer ajeno a la explosión de libertad que vivió el mundo occidental hace ya cinco décadas, ni desde luego a la posterior reacción del establishment para recuperar las riendas perdidas. La rebelión fue encabezada por un heterogéneo grupo de individuos formado por descendientes de poderosos hombres de Hollywood, universitarios, muy influidos por la Nouvelle Vague y el Free Cinema, que deseaban hacer un cine más artístico y a la vez más realista que el que las grandes majors producían por entonces, y un puñado de cineastas y técnicos que trabajaban dentro del sistema, pero a los que éste no pretendía ofrecer un lugar más importante que el de outsiders. Lo que llevaba años gestándose en las aulas de la UCLA o en la factoría de Roger Corman acabó por explotar con dos películas cuyo éxito puso Hollywood patas arriba: Bonnie and Clyde e Easy rider. Después de eso, un puñado de obras, cada vez de mayor envergadura, que marcaron esa época y las posteriores: M.A.S.H., Mi vida es mi vida, French Connection, La última película, American Graffiti, El Padrino I y II, Tiburón, Chinatown, Nashville, Taxi Driver, Blue Collar, El Cazador, El regreso, Apocalypse Now, Toro salvaje… En el proceso de creación de estas obras hubo talento, arrogancia, sexo y drogas en abundancia, y Biskind es pródigo en detalles a la hora de narrar una explosión de creatividad colectiva que llevaba en las entrañas las claves de su destrucción: el talento iba a menudo unido a personalidades muy difíciles, más aptas para granjearse enemistades y quemar puentes que para crear entornos propicios para el trabajo creativo en comunidad; la arrogancia degeneró en megalomanía, el sexo como placer y forma de buscar la plenitud personal se perdió en relaciones enfermizas, y la inspiración que provocaban las drogas, en paranoia y pérdida del sentido de la realidad. Francis Ford Coppola, quizás el cineasta más importante de esa generación, es quien mejor encarna el proceso de ascenso y caída del Nuevo Hollywood: él siempre quiso ser Napoleón, y se quedó en Ícaro. Eso sí, tuvo su Waterloo, resumido en tres nombres: Apocalypse Now, Zoetrope y Corazonada. Esta es una constante común: el Waterloo de Peter Bogdanovich se llamó At long last love; el de Dennis Hopper, The last movie; el de William Friedkin, Carga maldita; el de Robert Altman, Popeye; el de Martin Scorsese, El rey de la comedia; el de Paul Schrader, El beso de la pantera; el de Michael Cimino, La puerta del cielo, cuyo fracaso fue tan estrepitoso que aún hoy simboliza el de toda una generación. Hal Ashby se perdió en una espiral de drogadicción y conflictos con el sistema, y otros muchos protagonistas de aquella década jamás volvieron a ser mucho más que la sombra de lo que fueron. Sólo George Lucas y Steven Spielberg, los dos cineastas que supieron captar hacia dónde se dirigían los gustos del público (grandes producciones llenas de efectos especiales y enfocadas hacia el público infantil y adolescente) triunfaron de manera indiscutible, a costa eso sí, de no alcanzar el status de cineastas de prestigio.
Biskind explica mucho, y lo hace muy bien, tanto por la cantidad de detalles que ofrece, como por lo poco que parece haberse guardado en el tintero. El libro está muy bien estructurado, ofreciendo a la vez una perspectiva cronológica y personalizada, y la ingente cantidad de fuentes de las que el autor hace uso le (y nos) permite contrastar las distintas, y a menudo contrapuestas, versiones que circulan sobre algunos hechos puntuales. Esplendores y caídas, carreras que se esfumaron con la misma fuerza con la que surgieron, muchas verdades y pocas concesiones, arte y espectáculo, Hollywood en estado puro: todo eso, y más, es Moteros tranquilos, toros salvajes, lectura obligatoria para todo amante del cine.