VOYAGE TO THE BOTTOM OF THE SEA. 1961. 103´. Color.
Dirección: Irwin Allen; Guión: Irwin Allen y Charles Bennett, basado en un argumento de Irwin Allen; Dirección de fotografía: Winton C. Hoch; Montaje: George Boemler; Música: Paul Sawtell y Bert Shefter; Dirección artística: Herman A. Blumenthal y Jack Martin Smith; Decorados: Walter M. Scott y John Sturtevant; Producción: Irwin Allen, para 20th Century Fox (EE.UU.).
Intérpretes: Walter Pidgeon (Almirante Nelson); Joan Fontaine (Dra. Hiller); Barbara Eden (Teniente Connors); Peter Lorre (Comodoro Lucius Emery); Robert Sterling (Capitán Lee Crane); Michael Ansara (Miguel Álvarez); Frankie Avalon (Teniente Romano); Regis Toomey, John Litel, Howard McNear, Henry Daniell, Skip Ward.
Sinopsis: El almirante Nelson está al mando de un submarino atómico que, cuando un cinturón de radiación rodea la Tierra y amenaza con destruirla por el calor, puede ser la solución si se utiliza su arsenal para romper el cerco.
A principios de los años 60, Irwin Allen ya empezaba a ganarse la reputación que más tarde le llevó a ser conocido por el muy adecuado apodo de Master of disaster, pues sus mayores éxitos los obtuvo como productor de películas de catástrofes. En Viaje al fondo del mar, película con la que empezó a asentar esa fama, Allen ejerció además como director y coguionista, con lo cual puede decirse que se trata de un proyecto de lo más personal.
La visión del cine que tiene Irwin Allen puede resumirse en dos palabras: entretenimiento y espectáculo. No sólo muy influido, sino también partícipe, en la ola de films de serie B sobre invasiones alienígenas y desastres varios que asaltó las pantallas en la década de los 50, el cineasta ideó una trama en la que se mezclan aventuras submarinas, catástrofe natural de dimensiones planetarias e, incluso, algunos elementos de thriller. El desarrollo de esta trama es coherente y el ritmo no decae en ningún momento, si bien los diálogos no son demasiado distinguidos y la coartada científica no hay quien se la trague. Los efectos especiales, sin duda brillantes en la época, poseen hoy el encanto kitsch de lo artesanal, el tufillo ideológico es pelín sospechoso (vamos, que se trata de una americanada de tomo y lomo, precedente de ese producto noventero llamado Armageddon, aunque aquí del tema musical se encargue Frankie Avalon en lugar de Aerosmith) y no hay nada en el film que lo haga memorable, pero entretener, desde luego que lo hace. Lo más interesante, a mi modo de ver, es ver la lucha a contracorriente de un hombre para salvar el mundo. Improbable eminencia científico-militar, el almirante Nelson debe enfrentarse a monstruos abisales, a la incomprensión de los mandamases extranjeros (con su propio presidente no le es posible comunicarse) y al correr inmisericorde del reloj, mientras pierde paulatinamente el apoyo de su tripulación y sufre diversos actos de sabotaje en su propio submarino. Sólo su inteligencia y su terquedad pueden hacerle salvar semejantes obstáculos (ni la psicología ni la religión le ayudan mucho, desde luego), y, aunque el final es previsible, lo interesante es ver cómo Nelson es capaz de sortearlos. En lo técnico, la película es más que correcta, destacando la labor de Winton C. Hoch en la fotografía y el buen aprovechamiento de las posibilidades del cinemascope en las escenas más espectaculares; en lo narrativo, el film oscila entre lo rutinario y el puro despropósito. Pero entretiene. Muchas veces, a base de acumular elementos que luego se resuelven de aquella manera (otra marca de la casa), hasta el punto de que a veces el film parece una mezcla entre distintas novelas de Jules Verne metidas en la misma olla. No obstante, el rato de evasión para el espectador está garantizado.
El plantel de actores reúne, como es habitual en el género, un cóctel de estrellas en decadencia y jóvenes aspirantes a serlo. Quien sale mejor parado es Walter Pidgeon, no porque se le vea especialmente cómodo en un papel que James Mason hubiera bordado, sino porque al menos a su personaje sí se le presta atención en el libreto. No ocurre lo mismo con los otros: Joan Fontaine y un Peter Lorre en evidente declive están desaprovechados, resulta casi desagradable lo blandito que se ve en la pantalla a Frankie Avalon, y el único interés del personaje de Barbara Eden son las destacables curvas de la actriz.
Evasión pura y dura, sin más alicientes. No es poca cosa, pero tampoco para tirar cohetes.