ZELIG. 1983. 78´. B/N. Color.
Dirección: Woody Allen; Guión: Woody Allen; Dirección de fotografía: Gordon Willis; Montaje: Susan E. Morse; Diseño de producción: Mel Bourne; Vestuario: Santo Loquasto; Música: Dick Hyman; Producción: Robert Greenhut, para Orion Pictures-Warner Bros. (EE.UU.).
Intérpretes: Woody Allen (Leonard Zelig); Mia Farrow (Dra. Eudora Fletcher); Patrick Horgan (Narrador); John Buckwalter (Dr. Sindell); John Rothman (Paul Deghuee); Deborah Rush (Lita Fox); Michael Jeter, Peter McRobbie, Sol Lomita, Stephanie Farrow, Willy Holt, Susan Sontag, Bricktop, Saul Bellow, Irving Howe.
Sinopsis: Crónica de la vida de Leonard Zelig, el Hombre-Camaleón, un personaje que se hizo célebre en la Norteamérica de los años 20 por su capacidad para copiar el aspecto y carácter de las personas que le rodeaban.
En plena consolidación de su unión sentimental y profesional con Mia Farrow, Woody Allen abordó el proyecto más arriesgado, y seguramente más brillante, de toda su carrera cinematográfica: Zelig, un falso documental cuya complejidad técnica hizo que se necesitaran tres años para darle la forma definitiva. Sobre el papel, la mejor película de Allen; en la pantalla, irregular, con varios momentos geniales pero cierta sensación de falta de solidez.
El director neoyorquino había iniciado su carrera en el celuloide con un falso documental, Toma el dinero y corre. Más de una década después, retomó el formato bajo premisas mucho más ambiciosas, tanto en lo estilístico como en lo narrativo. Allen sitúa la acción en los años 20, la era del jazz, época que le obsesiona especialmente, un poco como los 60 a quienes nacimos unos años más tarde. Y allí planta a Leonard Zelig, un anónimo oficinista de origen judío que lleva hasta el extremo la necesidad que todos tenemos de sentirnos integrados y en armonía con nuestro entorno, y es capaz de asimilar los rasgos físicos y psicológicos de las personas que tiene alrededor. Todo empezó con una mentirijilla (afirmar que había leído Moby Dick en una conversación con personas ilustradas), y fue desarrollándose hasta convertir a Zelig en lo más parecido a un camaleón humano, un ser sin personalidad propia que, a cambio, posee una mutabilidad extrema que le hace único. Convertido primero en objeto de estudio (lo que le lleva a conocer a la joven psiquiatra Eudora Fletcher), después en una atracción de feria adorada por el público y luego en un apestado, Zelig, cuyo don le ha llevado a codearse con los más significativos personajes de su época, acaba donde suelen hacerlo las personas que carecen de personalidad propia: como peón de un entramado fascista, frente al que sólo existe una posibilidad de redención (y he aquí la parte que más flojea del discurso, ubicada en la parte final de la película).
El punto de partida es de lo más ingenioso, y los primeros minutos, en los que ya puede apreciarse el verdadero tour de force que, en cuestión de fotografía y montaje, es Zelig, sencillamente asombrosos. Como en Toma el dinero y corre, buena parte de los mejores gags de la película coinciden con la narración de la infancia del protagonista; a partir de ahí, aparece el hombre adulto capaz de convertirse en negro, chino, indio, intelectual, rabino o jugador de béisbol según a quién tenga al lado. Algunos momentos son desternillantes, como la escena que transcurre en la Plaza de San Pedro; otros, más reiterativos, aunque sigue siendo una gozada ver a Allen con los disfraces más pintorescos y, sobre todo, cómo se juega con los noticiarios de la época y los creados para la película al abordar el perfil público del personaje, que pasa de ser una cobaya a una celebridad que inspira bailes (muy bien Dick Hyman en la recreación de los sonidos de la Belle Epoque), anuncia todo tipo de productos y es visto como un modelo de originalidad… basado en el hecho de carecer absolutamente de ella. Allen dispara contra el piscoanálisis o el antisemitismo, pero guarda sus mejores balas para las masas, descritas como volubles, estúpidas, aprovechadas y fáciles de manipular. Zelig disfruta y padece a causa de algo que todos buscamos y pocos poseen: la excepcionalidad, el ser especial. Le vemos (una vez más hemos de subrayar el monumental trabajo de Gordon Willis) rodeado de grandes personalidades de su época como Josephine Baker, Scott Fitzgerald o Babe Ruth, recibiendo las llaves de la ciudad de Nueva York de manos del alcalde Carter Dean, pero también huyendo de esa sociedad en la que tanto desea integrarse y alcanzando la cúspide del gregarismo convertido en esbirro de Adolf Hitler. Grandes nombres de la cultura como Susan Sontag o Saul Bellow ponen su prestigiosa presencia al servicio de esta gamberrada con mensaje, mientras las imágenes de época oscilan entre la fascinación y la perplejidad.
Más allá de la prodigiosa técnica, y del ingenioso punto de partida, a medida que transcurre el metraje da la sensación de que a veces la película corre en círculos más que hacia adelante, como si el director renunciara a otras posibilidades de la historia y se centrara en la caída y auge de Zelig y en su redención a través del amor, de un modo que en cierto modo desaprovecha todo lo expuesto en la primera parte.
Allen, esta vez, se interpreta a sí mismo de un modo más complejo de lo habitual, más allá de los distintos disfraces con que aparece en pantalla. Resulta reconocible, por supuesto, pero con un matiz distinto que se agradece. A Mia Farrow la sigo viendo dubitativa, aunque más inspirada que en La comedia sexual de una noche de verano. Al resto de actores cuesta calificarlos por el propio carácter del film, porque o bien aportan su testimonio ante la cámara, o bien ponen su rostro para adornar, de un modo poco más que anecdótico, las pereipecias del protagonista. No es Zelig una película de actores, ni falta que le hace: su fuerza es otra, está en su estilo y en esa historia tan potente que, sin estar exprimida del todo, da pie a una de las películas imprescindibles de Woody Allen.