LA HAINE. 1995. 93´. B/N.
Dirección: Mathieu Kassovitz; Guión: Mathieu Kassovitz; Dirección de fotografía: Pierre Aim; Montaje: Scott Stevenson y Mathieu Kassovitz; Diseño de producción: Giuseppe Ponturo; Música: Assassin; Producción: Christophe Rossignon, para Canal +- La Sept Cinéma-Egg Pictures- Studio Image (Francia).
Intérpretes: Vincent Cassel (Vinz); Hubert Koundé (Hubert); Said Taghmaoui (Said); Solo (Santo); Rywka Wajsbrot (Abuela de Vinz); Choukri Gabteni (Nordin); Félicité Wouassi (Madre de Hubert); François Levantal (Astérix); Vincent Lindon (Borracho); Benôit Magimel (Benôit); Marc Duret, Eric Pujol, Mathieu Kassovitz, Zinedine Soualem, Olga Abrego, Laurent Labasse, Arash Mansour, Cut Killer, Tadek Lokcinsky, Philippe Nahon.
Sinopsis: Vinz, Hubert y Said son tres jóvenes que viven en un suburbio de París que está en plena ebullición porque uno de los chavales del barrio está en coma después de un enfrentamiento con la policía.
El actor y director francés Mathieu Kassovitz se dio a conocer en Europa con El odio, radiografía de la vida de los jóvenes del ghetto que, entre otras cosas, sirvió de inspiración a Barrio, una de las mejores películas españolas de los 90. Para darle mayor verosimilitud a la historia, Kassovitz y los actores protagonistas vivieron durante un tiempo en un suburbio parisino muy similar al que sirve de marco geográfico para su película, que dos décadas después de su realización no ha perdido un ápice de fuerza, entre otras cosas porque la sociedad que retrata no es que haya mejorado precisamente.
En un blanco y negro que tiene mucho que ver con la forma de ver la vida de sus protagonistas, Kassovitz elabora un cuento moral basado en un leitmotiv que se repite a lo largo de la película: un hombre cae desde una altura de cincuenta pisos. Mientras baja, se dice a sí mismo: «Hasta ahora todo va bien». Pero lo importante no es la caída, sino el aterrizaje, difícil cuando uno ha ido a caer en uno de esos suburbios en los que viven quienes no tienen para pagarse un lugar mejor. Vinz, Hubert y Said, judío, negro y árabe, son hijos del ghetto. Deambulan por las calles de su barrio sin nada que hacer, salvo hacerse los valientes, fumar porros y cagarse en una sociedad para la que no son nadie. El mundo en que vivimos nos quiere en tanto objetos de explotación y sujetos de consumo. Quienes no siguen el juego, no significan nada fuera de sus grises apartamentos, o de esas barriadas que poco se diferencian de una cárcel. Allí, las reglas son otras, y la rabia explota cuando Abdel, uno de los chicos del barrio, resulta malherido en un choque con la policía. En la refriega, uno de los agentes pierde su pistola, y ésta cae en manos de Vinz. La usará, dice, para cargarse a un policía si Abdel muere. Ni él ni sus amigos tienen mucho que perder, ni demasiadas esperanzas en lo que pueda depararles el futuro. No encajan, simplemente, y los buenos ciudadanos duermen tranquilos sabiendo que la policía se encarga de que los hijos del ghetto no puedan salir de él.
El odio transcurre en apenas 24 horas, tiempo más que suficiente para que los chicos participen en la revuelta, regresen a sus desestructurados hogares, tengan varios desencuentros (tortura incluida) con las fuerzas del orden, se den una vuelta por el París que sale en las demás películas, siembren el terror entre la falsa progresía amante de la cultura chic, huyan de un narcotraficante chalado, tengan una refriega con unos skinheads fascistas y se crucen con un divertido y patético borracho y con un veterano ex-prisionero en un campo de trabajo que les explica una historia a la que los chicos intentan, en vano, dar un sentido. Y todo esto ocurre mientras parece que no ocurre nada, mientras el vaso del odio se llena gota a gota. El estilo me gusta la mayor parte del tiempo, cuando es seco y directo, pero me sobran algunas excepciones videocliperas que no dicen mucho a quienes no sean fans del scratch y el hip-hop.
Entre los actores, en su mayor parte desconocidos para el gran público, destaca un joven Vincent Cassel, capaz de componer un personaje vulnerable bajo su fiera coraza. Él es el mejor del reparto: de sus compañeros de aventuras, prefiero a Said Taghmaoui, en la piel del parlanchín Said, que a un Hubert Loundé al que encuentro muy justo para un papel tan importante. Destacar dos presencias veteranas: la de Vincent Lindon, en el papel del borracho, y la de Tadek Lokcinsky, el enigmático cuentacuentos del servicio de caballeros.
El odio es una película poderosa y honesta, además de muy bien hecha, que nos habla de un submundo duro, inhóspito, machista e irrespirable, un universo que habita en los arrabales y en muchos barrios de cualquier gran ciudad. Mientras la chispa no prenda más allá de sus muros, la sociedad sigue pensando que, hasta ahora, todo va bien.