Si hay un tema que monopoliza las conversaciones en Barcelona desde hace dos días, ése es sin duda el asesinato de un profesor a manos de un alumno de secundaria en un barrio, el de Navas, que conozco bien. Diré en primer lugar que, más que sorprenderme que haya sucedido una atrocidad semejante, lo que me extraña es que haya tardado tanto en ocurrir. Las agresiones a profesores no son raras, por mucho que se quiera (como hasta ahora se ha hecho) mirar hacia otro lado, y era cuestión de tiempo que se produjera una víctima mortal, en este caso un hombre inocente que ha perdido la vida por unos hechos que otros tendrían que haber evitado.
Empezando por el principio, vivimos en una sociedad enferma con un modelo educativo desastroso, en cuanto a recursos económicos, prestigio social de los docentes, reconocimiento a su labor y atención especial a los niños que por sus características (superdotados, autistas) la necesitan. En las casas, el panorama no es mucho mejor: educar es algo muy difícil, y reproducirse muy fácil, he aquí la raíz del problema. Más allá de eso, hemos creado una sociedad en la que impera un individualismo a ultranza, donde todo el mundo cree que todo le es debido y le està permitido, y a los demás, más que como a seres humanos con los mismos derechos que nosotros, se les mira como a obstáculos que nos impiden alcanzar nuestras metas. Y ahora añadamos un último ingrediente, quizá el más importante: los niños crecen sobreprotegidos, acostumbrados a ver satisfechas sus necesidades de manera inmediata y, con frecuencia, en hogares en donde el amor hace tiempo que saltó por la ventana. Su resistencia a la frustración es inexistente, y se crea un contraste muy fuerte entre lo que sienten en sus casas, donde son tratados como pequeños dioses, como elegidos, y lo que les ocurre en cuanto socializan: que son uno más, que de elegidos nada, que llorar y berrear ya no les sirve, que o se adaptan al rebaño o les machacan, que en esta sociedad, incluso para recoger sus sobras, la competitividad es atroz. Los críos que se dedican a quemar o apalizar a pobres en los cajeros automáticos suelen ser de familia bien; los que se pelean a navajazos en los parques o en las estaciones del Metro (de esto, en el mismo barrio de La Sagrera o en algunos de L´Hospitalet, saben bastante), normalmente no; pero el mal está en todas partes.
Hay otro hecho que me llama la atención: el angelito inimputable ya había anunciado que haría lo que hizo. Nadie le tomó en serio, pese a que estaba en tratamiento psicológico y tenía acceso a distintas armas, además de las que fabricaba por sus propios medios. Nadie vio, nadie supo ni quiso saber, un inocente muere por ello. A la mayoría de las personas les cuesta asumir que su propio cerebro no funciona bien (por cierto, mucha gente debería prescindir de sustancias muy placenteras que precipitan el descarrilamiento). Lo de que su niño/a no es un dechado de perfección, pues no lo asume nadie y listos, ya se lo tragarán en la escuela o en la calle. En todo caso, si se tomaron en broma las amenazas de la criatura es porque nadie escucha a los demás, estamos demasiado acostumbrados a tomarnos en serio sólo a nosotros mismos. Y una cosa es respetar la intimidad de los hijos y otra bien distinta es no tener ni puta idea de lo que hacen en su tiempo libre, máxime cuando apenas los ves. La pregunta que me hago es: ¿de verdad nos creemos que podemos tenerlo todo? ¿Un trabajo bien remunerado, una casa en propiedad, una pareja que nos idolatre, unos hijos guapísimos y maravillosos, un todoterreno, un chalet en la costa, televisión de pago, ropa de marca y mesa reservada en los restaurantes con estrella Michelín? ¿En serio? La vida es elegir, y nos hemos convertido en burros que arrastran más peso del que pueden. Y al final, petan. Vas por la calle y ves a mucha gente colgada, o a la que sólo le falta la chispa que encienda el fuego. En el caso de un menor con problemas mentales, la mecha prende con nada. Y prendió. De verdad, ¿a alguien le extraña lo que ha ocurrido?
Dejo para al final dos aspectos que me parecen penosos: la respuesta institucional, consistente en poner cara de asombro y mandar psicólogos (inopia y paraciencia, menudo cuadro), y el nauseabundo circo mediático montado alrededor de unos chicos de barrio traumatizados y confusos. Pero que nadie se alarme, es un caso excepcional. Me temo que cada vez lo será menos.