MARTÍN (HACHE). 1997. 126´. Color.
Dirección: Adolfo Aristarain; Guión: Adolfo Aristarain y Kathy Saavedra; Dirección de fotografía: Porfirio Enríquez; Montaje: Fernando Pardo; Música: Fito Páez; Producción: Gerardo Herrero y Adolfo Aristarain, para Tornasol Films-Adolfo Aristarain-A.V.H. San Luis-TVE-Canal + España (España-Argentina)
Intérpretes: Federico Luppi (Martín Echenique); Juan Diego Botto (Hache); Eusebio Poncela (Dante); Cecilia Roth (Alicia); Sancho Gracia (José Mª Navarro); Ana María Picchio (Blanca); José María Sacristán, Enrique Liporace, Rodrigo Fresán, Ángel Amorós.
Sinopsis: Martín, un solitario cineasta argentino, debe acoger en su casa de Madrid a su hijo adolescente, Hache, que ha sufrido una sobredosis de droga en Buenos Aires.
El bonaerense Adolfo Aristarain obtuvo su mayor éxito como director cinematográfico con Un lugar en el mundo. Un lustro después triunfó de nuevo con Martín (Hache), un drama intimista poderoso y honesto que brilla por la fuerza de sus diálogos y el carisma de sus intérpretes.
Quien quiera grandes temas, en Martín (Hache) los tiene todos: el amor, la soledad, el tránsito a la vida adulta, la muerte… Para lo bueno y para lo malo, la película de Aristarain es una película de guión: sus virtudes están todas en el libreto y en quienes lo recitan. Esas virtudes, eso sí, a veces son diamantes. En general, no disfruto con las películas que no dejan de ser teatro filmado y en las que todas sus virtudes están en su discurso: el mérito de Martín (Hache) es que el poder de sus palabras es tal, que esas características que más bien considero defectos carecen para mí de la menor importancia. En definitiva, Martín (Hache) es la excepción que confirma la regla.
Tenemos a un director de cine solitario, directo, honesto, bon vivant y más bien misántropo (una mezcla entre el tipo de individuo que uno es y el que, en circunstancias más adecuadas, hubiera podido ser). Tenemos a su amante, una mujer mucho más joven que él, vital, luminosa pero víctima de sus emociones (y de sus adicciones). Tenemos a su mejor amigo, un actor bisexual que ha hecho de la provocación su forma de vida. Y tenemos al personaje que desencadena la trama, un adolescente lúcido pero totalmente desorientado. Estos personajes no dejan de decirse cosas durante más de dos horas, pero sus palabras rezuman verdad. Y un agudo conocimiento de la naturaleza humana y de los resortes que nos mueven o nos paralizan: la esclavitud de los lazos afectivos (cómo, de un modo inevitable, las personas a las que necesitamos acaban decepcionándonos, así como nosotros a ellas: la contradicción de ser seres sociales condenados a no entenderse) y de nuestra necesidad de ser felices, la nostalgia, el sexo, las drogas, la eterna insatisfacción, el no saber qué hacer en la vida, el frecuente dilema entre la honestidad y el éxito… Recuerdo que, allá por 1997, cuando se estrenó la película, al escuchar algunos de sus diálogos, como las frases que el personaje de Martín le dedica al sentimiento de patria, sentí ganas de levantarme y aplaudir. Sí, se habla muchísimo, pero muy bien. El problema de Martín (Hache), o más bien, el factor que me impide considerarla una obra maestra, es que todo su arte está, repito, en su guión. Más allá de él, hay muy poco a destacar. El Aristarain realizador me parece más bien plano, para qué negarlo, y el acabado técnico de la película no pasa de funcional. Gran teatro, sí, pero falta cine.
Algunas de las críticas a esta película me parecen estrechas de miras: que si los personajes se drogan mucho (quisiera saber en qué país viven quienes piensan eso); que si Martín es un analfabeto emocional (defecto muy perdonable, creo, en un mundo que no se está yendo a la mierda por la falta de emociones, sino por la escasez de gente con cerebro), que si se intenta adoctrinar al espectador… en fin, supongo que la honestidad es una especie cada vez más rara.
Aristarain se apoya en un grupo de actores a los que conoce bien, y se aprovecha de su estado de gracia: ninguno de los integrantes de su cuarteto protagonista ha estado mejor que en Martín (Hache). Federico Luppi, cuyo personaje es un obvio alter ego del director, derrocha carisma y saber hacer. Juan Diego Botto, actor que en ocasiones me resulta insípido, consigue subirse al carro de la inspiración de sus compañeros y no desentonar. Eusebio Poncela, para mí uno de los mejores actores españoles vivos, borda un papel que tiene mucho de sí mismo, y Cecilia Roth está perfecta en un papel que le brinda la excusa perfecta para convertir en virtud su tendencia a sobreactuar.
Como diría el filósofo, teatro del bueno. Profundo, hiriente y salvaje, como lo son casi siempre las palabras verdaderas. Lástima que en la puesta en escena haya más oficio que inspiración.