¿QUIÉN PUEDE MATAR A UN NIÑO? 1976. 112´. Color.
Dirección: Narciso Ibáñez Serrador; Guión: Narciso Ibáñez Serrador, basado en la novela El juego, de Juan José Plans; Dirección de fotografía: José Luis Alcaine; Montaje: Juan Serra y Antonio Ramírez de Loaysa; Música: Waldo de los Ríos; Dirección artística: Juan Gracia; Producción: Manuel Salvador, para Penta Films (España)
Intérpretes: Lewis Fiander (Tom); Prunella Ransome (Evelyn); Antonio Iranzo (Padre de la niña que llora); Miguel Narros (Guardacostas); Luis Ciges (Cartero); María Luisa Arias, Marisa Porcel, Fabián Conde, María Druille, Javier de la Cámara, Lourdes de la Cámara, José Luis Romero, Carlos Parra, Pedro Balandín.
Sinopsis: Un joven matrimonio, que está de vacaciones en el Levante español, decide pasar unos días de reposo en una tranquila isla mediterránea. Al llegar a ella, descubren que sólo hay niños.
Además de ser uno de los nombres icónicos de la televisión en España, el de Narciso Ibáñez Serrador es conocido por su devoción al género de terror, al que dedicó uno de sus proyectos televisivos más memorables (Historias para no dormir), y al que pertenecen los dos únicos largometrajes que dirigió para el cine. El segundo de ellos, ¿Quién puede matar a un niño?, se estrenó recién iniciada la Transición y es considerado en nuestros días un film de culto.
Es evidente que la película de Narciso Ibáñez Serrador, así como la novela de Juan José Plans en la que se inspira, tienen un claro precedente en la primera versión de El pueblo de los malditos, rodada en 1960. A su vez, ¿Quién puede matar a un niño? ejerció una notable influencia sobre Los chicos del maíz, novela de Stephen King que tuvo una poco distinguida adaptación cinematográfica. La premisa es clara, y el director nos la sirve después de un prólogo en el que unas brutales imágenes de archivo (que comienzan con unas grabaciones tomadas en Auschwitz, sin duda el punto más bajo de la especie humana en toda su historia) y unos números sobreimpresionados nos recuerdan que las principales víctimas de las guerras, y quienes con más crueldad sufren sus consecuencias, son los más pequeños. ¿Qué pasaría si ellos decidieran tomarse la revancha?
El matrimonio que forman Tom y Evelyn ya ha servido para traer dos hijos al mundo. El tercero está en camino. Como tantas otras parejas, pasan sus vacaciones en una localidad del Mediterráneo español, ya por entonces invadido por el turismo masivo. Huyendo del bullicio, ambos cónyuges deciden ir a la cercana, pero muy poco habitada, isla de Almanzora, que Tom visitó años atrás.
Nuestra reacción más natural ante lo inesperado acostumbra a ser el miedo. Las buenas películas del género, y ésta lo es, se distinguen por saber utilizar ese hecho. Narciso Ibáñez Serrador consigue hacerlo con lo mínimo: unos signos inquietantes al inicio que pasan desapercibidos, una isla presuntamente paradisíaca que más bien parece el escenario de un spaghetti-western y un grupo de niños para quienes asesinar a los adultos es el juego más divertido. Personalmente, cuando alguien habla de la inocencia de los niños, me entra la risa. Lo mismo me ocurre, y perdóneseme la comparación, con la de los animales, y por casi los mismos motivos. Los niños no son inocentes, sino primarios (o más puros, si se quiere), seres en quienes los potentes mecanismos de represión de la sociedad aún no han tenido tiempo de ser interiorizados. Son más libres, aunque sufren su dependencia y su vulnerabilidad física, pero no menos crueles. Este inciso me permite contradecir a quienes critican la película porque los ataques de los niños son impulsivos, caprichosos, casi tan arbitrarios como los de los pájaros de Hitchcock. Creo que quienes piensan de esa forma necesitan un curso urgente de psicología infantil. Precisamente, esta idea equivocada es la que hace que los adultos vayan cayendo asesinados: su incredulidad ante lo que ocurre les convierte en víctimas perfectas y anula su instinto de supervivencia, o más bien su capacidad de autodefensa, porque… ¿quién puede matar a un niño?
Siendo cierto que algunas reacciones de la pareja protagonista, en especial de Tom, están cogidas por los pelos, o que algunas situaciones son reiterativas, es innegable que la película es inquietante, que esa inquietud va in crescendo, y que la película tiene escenas, como la de la piñata o aquella en la que Evelyn descubre que el enemigo está dentro de ella, de las que se recuerdan. Todo esto se consigue sin que haya demasiada sangre, lo que en mi opinión contribuye a que la suspensión de la incredulidad en el espectador sea más efectiva. La muy setentera música de Waldo de los Ríos me resulta, en general, demasiado efectista, pero en cambio la labor en la fotografía de José Luis Alcaine, aquí en uno de sus primeros trabajos importantes, la califico de soberbia.
La película, en lo interpretativo, debía sostenerse con su pareja protagonista y un grupo de niños que funciona a la manera de un enjambre. Y lo hace: dos actores eminentemente televisivos como Lewis Fiander y Prunella Ransome consiguen un trabajo eficaz haciendo creíble su particular via crucis. Los niños, tan risueños y malvados como exige el guión. El resto de actores adultos apenas tiene relevancia, aunque el personaje que interpreta Fabián Conde (el dependiente de la tienda de fotografía) aporta algunas claves que deben tenerse en cuenta.
¿Quién puede matar a un niño?, con todas sus limitaciones presupuestarias y alguna que otra incoherencia, es una de las más notables películas españolas de terror, género que en este país tiene su mejor baza en los noticiarios. Viéndola, uno lamenta que Narciso Ibáñez Serrador no haya dirigido más largometrajes aunque, a veces, haya seguido dándonos miedo: por ejemplo, cuando nos descubrió a Cañita Brava.