TODOS A LA CÁRCEL. 1993. 95´. Color.
Dirección: Luis García Berlanga; Guión: Luis García Berlanga y Jorge Berlanga; Dirección de fotografía: Alfredo Mayo; Montaje: María Elena Sáinz de Rozas y Rosario Sáinz de Rozas; Música: Luis Mendo y Bernardo Fuster; Dirección artística: Rafael Palmero; Producción: José Luis Olaizola, Pepe Ferrándiz y Fernando de Garcillán, para Antea Films-Central de Producciones Audiovisuales- Sogetel- Sogepaq (España).
Intérpretes: José Sazatornil Saza (Artemio Bermejo); José Sacristán (Quintanilla); Agustín González (Director); Manuel Alexandre (Modesto); Rafael Alonso (Falangista); Inocencio Arias (Casares); José Luis López Vázquez (Padre Rebollo); José Luis Borau (Capellán); Marta Fernández Muro (Matilde); Juan Luis Galiardo (Muñagorri); Antonio Gamero (Cerrillo); Chus Lampreave (Chus); Amparo Soler Leal (Elvira); Antonio Resines (Mariano); Luis Ciges (Ludo); Miguel Rellán (Perales); Torrebruno (Tornicelli); José Sancho (Inspector); Guillermo Montesinos (Pajarito); Joaquín Climent, Aitor Mazo, Santiago Segura, Mónica Randall, Jaume Sisa.
Sinopsis: Artemio Bermejo, dueño de una empresa de sanitarios, acude a la cárcel Modelo de Valencia, donde se celebra el Día del Preso de Conciencia, para encontrarse con un subsecretario e intentar cobrar un dinero que la Administración le adeuda.
La carrera cinematográfica de Luis García Berlanga puede entenderse como un largo ajuste de cuentas hacia un país, España, que siempre le dio más grima que otra cosa. En sus últimas películas, ese desquite se hizo más descarado, pues ya no había censura que obligara a la sutileza. Todos a la cárcel es el fiel reflejo de lo que fue la última etapa de Berlanga. Ya sin la ayuda del gran Rafael Azcona, el director valenciano coescribió el guión junto a su hijo Jorge, y lo que hizo fue una clarísima revisión de uno de sus grandes éxitos, La escopeta nacional, para ilustrar cuánto, o qué poco, había cambiado el país en los tres lustros que separan ambas películas.
La España de principios de los 90, la de los grandes eventos, la cultura del pelotazo y el apoltronamiento de quienes tocaron poder con la llegada de la democracia, es el polvo en cuyos lodos nos hundimos ahora. Berlanga, que es Kafka si éste hubiera sido español y cachondo mental, coloca a un individuo ingenuo en mitad de esa España, y le convierte en víctima de una sociedad que difícilmente podría ser más chusquera, más corrupta y menos justa. Que el símbolo de esa España sea una cárcel ya explica muchas cosas. La víctima es Artemio Bermejo, un empresario cuyo negocio de sanitarios está a punto de irse a pique porque la Administración no le paga lo que le debe. Liado por su cuñado (nada hay más español que el cuñadismo), acude a la cárcel para encontrarse con el subsecretario de Cultura Sanitaria (en España todo es cultura, ya se sabe) y recibir su dinero. Obviamente, a Bermejo no paran de ocurrirle desgracias a medida que se cruza con el ruedo ibérico en pleno, con su rapacidad y su cutrerío: banqueros corruptos, chupatintas sin seso, cazadores de subvenciones, políticos aprovechados, un mafioso italiano cuya detención se convierte en un marrón político a escala internacional, curas (rojos y de los otros), esposas imposibles (empezando por la suya), viejos presos políticos muy salidos y hasta un refugiado bosnio con inclinaciones pederastas. Berlanga atiza a diestro y siniestro, siendo fiel a sí mismo en lo bueno y en lo malo. Hay escenas delirantes, frases y diálogos para enmarcar («¿acaso cree usted que el ministro no tiene nada mejor que hacer que encargarse de que la gente cobre?»), pero también momentos en que la saludable anarquía se convierte en un puro caos. A Berlanga, muy amigo de dejar que los actores improvisen y más fiel que nunca a sus característicos (y larguísimos) planos-secuencia (y a su descuidado estilo visual, que todo hay que decirlo), le interesan bastante más sus personajes (cuyos nombres y apellidos están maravillosamente escogidos) que la historia, y por eso, a veces (la trama relacionada con Tornicelli), el guión cojea. A cambio, nos ofrece varios momentos de puro descojone. Bermejo, que en su ingenuidad es todo un visionario (¿o será que entonces ya se sabía lo que ahora nos escandaliza?), pide, cuando cree que va a cobrar gracias al mafioso, que el dinero se lo depositen en… Panamá. Y sí, también hay actores en los que se mezclan el compromiso, el sermoneo, la homosexualidad y el onanismo, cantautores plastas, cocineros que se orinan en el marmitako, y un final coherente con todo ello.
Además de la sanísima mala hostia de su director, lo mejor de Todos a la cárcel es su interminable elenco de intérpretes, entre los que se da cita lo mejor de la comedia española. Al frente, un Saza absolutamente impagable, y un José Sacristán que consigue hacer de Quintanilla la quintaesencia del chupatintas trepador hispánico. Y si ellos dos lo bordan, también lo hacen Manuel Alexandre, Agustín González (director de prisión con novia transexual), Amparo Soler Leal, Chus Lampreave, Rafael Alonso, Juan Luis Galiardo, José Luis López Vázquez, Miguel Rellán, Antonio Resines… el mafioso italiano no podía ser otro que Torrebruno, y las apariciones de Luis Ciges son de traca. Aunque a veces la cosa se desmande, Berlanga siempre supo que, a los buenos, hay que dejarles hacer.
Los muy finos dirán que Todos a la cárcel no está entre lo mejor de Berlanga. Y es cierto. Pero sólo por sus impresionantes intérpretes y por haberse pasado la corrección política por el santo forro de sus huevos, la película merece mis más sinceros elogios. Será, como he leído por ahí, un Ozores cargado de vitriolo. Uno se pregunta qué tiene eso de malo, y qué puede haber más sano que carcajearse de nuestras muchas miserias.
La vi cuando tenia 18 velas. Y la recuerdo gratamente, no es, los jueves milagro, placido… Pero tiene una retranca espectacular. Sí, esta y huevos de oro reflejan bien la España de entonces y la de ahora. Sólo faltaba Cassen pero creo que ya estaba criando malvas. Y para que después digan que el cine ibérico es malo…
También yo vi esta película en plena juventud, y me gustó, aunque creo que la entiendo mucho mejor ahora. En el cine hispánico hay más malo que bueno (como en el sueco, supongo, sólo que los petardos que hagan allí difícilmente nos van a llegar), pero a alguien como Berlanga, que sacude y hace reír, no puedo más que rendirle pleitesía.