Hace unas horas, hemos asistido a la demostración práctica de algo que ya sabíamos quienes vivimos en localidades turísticas: los ingleses, en su mayoría, son idiotas. Han ganado el nacionalismo y su hermana la xenofobia; ha ganado lo viejo, lo rancio, lo casposo. Han ganado Nigel Farage, la derecha radical, el tipo que mató a Jo Cox. Hemos perdido todos, incluso los que creen haber vencido. El (por ahora) Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte ha pasado, en unas décadas, de ofrecer una heroica resistencia al fascismo a ser el liquidador de la que, con todas sus imperfecciones, muchos vislumbrábamos como la única forma de conseguir una Europa unida, libre, pacífica y con una voz relevante en un mundo cada vez más orientalizado. Quizá no lo suficiente: leo que David Cameron, el padre de esta pésima idea, ha dimitido. Si fuera japonés, se suicidaría, que sería lo suyo. Eso sí, desde un punto de vista español, y por buscarle algo positivo a este desastre, el resultado del referéndum británico nos quita presión de cara a las elecciones del próximo domingo: no podemos cagarla tanto como los ingleses ni dándole los 350 escaños del Congreso al Partido Popular. Pero ni así: la Unión Europea está herida de muerte, y que a nadie le quepa duda de que lo que la sustituya, será peor.