HENRY MILLER. Trópico de cáncer (Tropic of Cancer). Seix Barral. 288 páginas. Traducción de Carlos Manzano.
Decía Camarón de la Isla que para cantar bien el flamenco era necesario haber pasado hambre. No es ésta una conditio sine qua non en literatura, pero se le acerca. Gran parte de los libros que he leído y supuran verdad, los que están escritos con sangre, bilis y semen, han salido de las manos de escritores que conocieron de cerca la pobreza. Cronológicamente, el primero de ellos en caer en mis manos fue Trópico de Cáncer, de Henry Miller. Recuerdo el impacto que me produjo su lectura, allá en la adolescencia. Un cuarto de siglo después, he releído el libro. La pasión que por entonces había en mí puede que se haya apagado, pero mi amor por este libro continúa intacto. Después llegaron Bukowski, Cèline o Fante, pero la primera gran obra literaria sobre el lado oscuro de la vida que leí fue Trópico de Cáncer, y esa cosas no se olvidan.
Estamos ante el primer libro publicado por un autor que ya pasaba de los cuarenta años y había dejado atrás su país para viajar a Francia e intentar conseguir su sueño de ser escritor. Vivió en la miseria, durmió en la calle, necesitó de la caridad de sus amigos, se rodeó de artistas fracasados, bohemios sin oficio, putas baratas y demás fauna suburbial, y con todo eso escribió un libro cojonudo, que vio la luz gracias al empeño de su legendaria amante de entonces, Anais Nin. Trópico de Cáncer es una violenta patada en la cara del puritanismo, pero no es sólo eso. De estilo febril y tono abiertamente autobiográfico, la novela se construye a base de acumular, o más bien de entremezclar, vivencias y reflexión. En ambas esferas, el nervio del autor, su capacidad para llamar a las cosas por su nombre y su agudeza intelectual impresionan todavía hoy. Trópico de Cáncer es un libro al que muchos se han acercado esperando encontrar una novela pornográfica. De hecho, sufrió la censura en muchos países, y en los Estados Unidos no se permitió su publicación hasta los años 60, previo juicio por obscenidad. Que nadie se engañe: la novela no fue prohibida por ser pornográfica, sino por ser muy buena y por decir lo que dice, y como lo dice. Es cierto que las descripciones sexuales son, como todas las otras, muy explícitas, pero aquí el sexo es animal, sucio (en el sentido de poco higiénico) y más bien poco excitante. Los polvos en Trópico de Cáncer huelen a vino malo, a angustia, a desahogo mecánico, a enfermedad venérea, o a todas las anteriores.
La novela puede entenderse como la versión bastarda de la canción I love Paris, de Cole Porter. Porque Miller ama París, por entonces la capital cultural del mundo. Se trata de un amor esquivo, a veces violento, pero intenso. Para entenderlo, basta leer las páginas que hablan de la estancia del protagonista en Dijon: la ciudad de la mostaza es una prisión, gris y falta de alicientes. Para Miller, es mejor dormir al raso en un banco parisino que tener un trabajo estable en cualquier ciudad de provincias, llámese Dijon o Nueva York. Las gentes, generosas o miserables, pasan; queda un escritor que explica bien las cosas que nunca explicaban los libros y una ciudad que era la única posible.
Léanlo. Y ámenlo. Cómo no hacerlo con un libro que en su primera página dice esto: «Éste no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte. una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza… a lo que os parezca. Cantaré para vosotros; desentonando un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras la palmáis, bailaré sobre vuestro inmundo cadáver…».